martes, 17 de mayo de 2011
En el manejo de la emergencia Ola invernal y fallas de planeación
El Espectador/ Opinión Por: Eduardo Sarmiento/ 1 Mayo 2011 - 1:00 am
Estamos ante un espectáculo lamentable de subdesarrollo. El país ha regresado a la mitad del siglo XX en que carecía de control sobre las aguas y las comunicaciones.
Curiosamente, el Ideam acertó en esta oportunidad. El instituto anticipó la ola invernal del año pasado, aunque fue impreciso en su dimensión, y fue muy explícito en señalar su repetición en el presente año. Sin embargo, las predicciones no estuvieron acompañadas de análisis de escenarios que permitieran adoptar las prevenciones adecuadas y aminorar los daños. La falla estuvo en las oficinas de planeación y análisis que han debido elaborar diversos planes para enfrentar un fenómeno de graves consecuencias.
Muchos de los males se hubieran podido evitar con los más elementales conceptos de ingeniería y sentido común: conservar los humedales y construir las urbanizaciones en áreas donde escurra el agua; mantener los diques y jarillones en buen estado; dragar los ríos y lagunas; regular las represas para que los desagües se hagan en los momentos de menor precipitación.
El principal obstáculo es la ética. El país está pagando el error teórico de los gobiernos neoliberales de entregar la administración y la construcción de bienes públicos al lucro individual. Como aparece en las descripciones teóricas más elementales, los esfuerzos individuales se orientan a apropiarse de los beneficios y trasladarles los costos a los demás. Adicionalmente, se montó una normatividad permisiva que ha propiciado organizaciones piramidales y alianzas con los burócratas para apropiarse de los recursos públicos.
El resultado ha sido el atraso vial y la acumulación de carreteras en obra, que en épocas invernales adquieren dimensiones críticas en la forma de derrumbes y aislamientos regionales, acentuando el proceso destructivo.
Si esto sucedió en proyectos viales que son totalmente visibles, que otra cosa se podía esperar de las obras de prevención hidráulica, cuya efectividad se verifica después de varios lustros en situaciones extremas. La respuesta está a la vista. Simplemente, cuantiosas sumas destinadas a las obras de conservación de jarillones y dragados no se realizaron. De acuerdo con la denuncia del presidente de Colombia Humanitaria, de las 753 obras aprobadas para mitigar los daños de los aguaceros, sólo 4 están en ejecución.
En general, se observa una gran falta de pericia en los altos funcionarios para enfrentar las emergencias. Las acciones se orientan más a las promesas de restauración y la retórica, que a soluciones concretas, como la coordinación de las corporaciones regionales, los ministerios, las gobernaciones y alcaldías.
Por lo demás, predomina la creencia de que los desastres de la naturaleza son fenómenos raros que se presentan con baja frecuencia. La tendencia es a menospreciar las anticipaciones científicas y a suponer que los fenómenos extraños, una vez suceden, no se vuelven a repetir. En la práctica, no existe la planeación de la prevención y, mucho menos, la conservación ambiental que eviten o aminoren el sufrimiento de los sectores menos favorecidos y las pérdidas humanas.
La experiencia reciente muestra que los fenómenos extremos, como las elevadas precipitaciones, los movimientos telúricos o las variaciones bursátiles y cambiarias, ocurren con probabilidades no muy distintas a los comportamientos regulares. Hoy en día se requiere más anticipación científica y planificación para controlar la naturaleza y las economías. Ojalá que las improvisaciones y la falta de visión que salieron a flote en la tragedia invernal, no se repliquen en otras áreas sensibles de la vida nacional.
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Nuestra edad de ciencia ficción (II)
El Espectador/ Opinión/ Por: William Ospina/ 27 Mar 2011 - 1:00 am
EL RENACIMIENTO, LA ILUSTRACIÓN, el progresista y catastrófico siglo XX, nos acostumbraron a pensar que todas las cosas nuevas nos hacen mejores.
Toda novedad comportaba un progreso, la humanidad no había cesado de progresar desde el momento en que decidimos bajar de esos árboles, desde cuando pulimos esas piedras para hacer hachas, desde cuando descubrimos la rueda. Y si en el campo de las ideas no todo invento era provechoso, pues también había ideas de intolerancia y de odio, en el campo de los inventos prácticos todo se hacía para mejor: ¿no habían inventado los chinos las sombrillas y las sillas plegables, no había descubierto alguna abuela sabia la manera correcta de partir el pastel, no había inventado alguien, inspirado por la divinidad, el cepillo de dientes, la tijera, el lápiz, el telar, el papel?
Pero también estaban los inventos nefastos: esos puñales curvos que sofistican la estocada, esas espadas, esos venenos, esos instrumentos de tortura a los que aplicó su ingenio la Santa Inquisición, esas cruces, esas horcas, esas guillotinas. Alguien habrá hecho ya un inventario de cosas benéficas y atroces, para saber si nuestra creatividad pertenece al reino de lo angélico o de lo diabólico. Pero la verdad es que siempre estuvieron ligadas bondad y malignidad, siempre lucharon entre sí. Depende de la cultura, del orden social, el que una sociedad se oriente hacia la convivencia o hacia la violencia.
La conducta humana estuvo moderada por siglos de ceremonias y tradiciones, por medio de las cuales las sociedades aprenden a convivir en su interior y a relacionarse con el mundo. El progresismo fue haciendo que perdiéramos el respeto de la tradición y nos convenció de que toda novedad comportaba un progreso.
Todo iba bien con el progreso. Pero, de repente, los ilustres inventos de la sociedad industrial se convirtieron, en 1914, en garfios del infierno. Los aviones, el sueño sublime de Leonardo da Vinci, fueron utilizados para arrojar bombas. El telégrafo, la radio, los productos de la industria, todo fue herramienta de aniquilación. Y con la Segunda Guerra Mundial el fenómeno alcanzó su apoteosis. Hasta el trabajo de grandes pacifistas fue utilizado para inventar bombas atómicas.
Cuando terminó la guerra la industria había triunfado, pero un extraño pesimismo se había apoderado de nuestra especie. Allí sobrevino ese movimiento intelectual que se llamó el existencialismo: un sentimiento de soledad, la conciencia del absurdo, la sospecha de que la vida no tenía sentido. Ese sentimiento no ha desaparecido, pero ahora está enmascarado en el culto de las cosas, el consumo, las adicciones, el ansia frenética de ruido y de velocidad, la sed desesperada de riqueza, la religión del espectáculo y de la publicidad, el culto enfermizo de la salud, del vigor y de la juventud, y la visita a los únicos templos vivos que van quedando, que son los centros comerciales.
Pero harto sabemos que tres cuartas partes de la humanidad no pueden participar de esas comparsas de la belleza frívola, de esas mitologías de Vanity Fair. Algo va de la dieta al hambre, de las marcas costosas a los mercados piratas, de la civilización que convierte todo en basura a la humanidad que vive de reciclarla. Extender el modelo de consumo irreflexivo no es posible ni deseable. El día en que los mil trescientos millones de chinos tengan automóvil particular, y en que los mil doscientos millones de indios produzcan basura verdadera, basura industrial no biodegradable, ese día Vishnú le cederá para siempre su trono a Shiva.
Se ha abierto paso en el mundo la idea de que tenemos muchos derechos y casi no tenemos deberes. Llevamos siglos luchando por la libertad, pero no hemos articulado el discurso de nuestra responsabilidad. Llevamos siglos en la búsqueda del confort y se nos hace agua la boca hablando de la sociedad del bienestar, pero son pocos los que, como Estanislao Zuleta, han formulado sabiamente un elogio de la dificultad. Sin embargo, nada atenta tanto contra la salud como una prédica del confort y la facilidad; nada es más peligroso para la supervivencia humana que la excesiva adulación del egoísmo y el olvido de los principios de solidaridad y generosidad.
Sociedades como la colombiana, desamparadas por un Estado irresponsable y condenadas a rivalidad permanente, al individualismo agresivo, son buen ejemplo de los niveles de violencia que produce la falta de un sueño generoso de respeto en el que puedan converger millones de seres humanos.
Porque sólo sabemos convivir cuando una mitología compartida, unas tradiciones y unos rituales nos revelan al dios que está escondido en los otros, el exquisito misterio que es cada ser humano, y ello requiere altos niveles de educación verdadera, es decir, no aquella que venden los liceos y las universidades, sino aquella que está en las costumbres, en el lenguaje, en las fiestas y las ceremonias que nos hacen sentir parte de un mismo orden cultural.
El mundo asiste hoy a un acelerado cambio de memorias por noticias, de costumbres por modas, de saberes largamente probados por novedades. Pero estas guerras tecnológicas, este calentamiento global, estos tsunamis que derivan en crisis nucleares, nos recuerdan que la historia es impredecible, y así como a veces lo nuevo se yergue como el fascinante camino al futuro, también a veces los accidentes pueden revelarnos que conviene un poco de prudencia, un poco de sensatez y un residuo de reverencia, a la hora de paladear esas flores del vértigo.
Al fin y al cabo la ciencia ficción no surgió para celebrar las maravillas de la técnica sino para advertirnos, de un modo elocuente y fantástico, acerca de sus abundantes peligros.
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EL RENACIMIENTO, LA ILUSTRACIÓN, el progresista y catastrófico siglo XX, nos acostumbraron a pensar que todas las cosas nuevas nos hacen mejores.
Toda novedad comportaba un progreso, la humanidad no había cesado de progresar desde el momento en que decidimos bajar de esos árboles, desde cuando pulimos esas piedras para hacer hachas, desde cuando descubrimos la rueda. Y si en el campo de las ideas no todo invento era provechoso, pues también había ideas de intolerancia y de odio, en el campo de los inventos prácticos todo se hacía para mejor: ¿no habían inventado los chinos las sombrillas y las sillas plegables, no había descubierto alguna abuela sabia la manera correcta de partir el pastel, no había inventado alguien, inspirado por la divinidad, el cepillo de dientes, la tijera, el lápiz, el telar, el papel?
Pero también estaban los inventos nefastos: esos puñales curvos que sofistican la estocada, esas espadas, esos venenos, esos instrumentos de tortura a los que aplicó su ingenio la Santa Inquisición, esas cruces, esas horcas, esas guillotinas. Alguien habrá hecho ya un inventario de cosas benéficas y atroces, para saber si nuestra creatividad pertenece al reino de lo angélico o de lo diabólico. Pero la verdad es que siempre estuvieron ligadas bondad y malignidad, siempre lucharon entre sí. Depende de la cultura, del orden social, el que una sociedad se oriente hacia la convivencia o hacia la violencia.
La conducta humana estuvo moderada por siglos de ceremonias y tradiciones, por medio de las cuales las sociedades aprenden a convivir en su interior y a relacionarse con el mundo. El progresismo fue haciendo que perdiéramos el respeto de la tradición y nos convenció de que toda novedad comportaba un progreso.
Todo iba bien con el progreso. Pero, de repente, los ilustres inventos de la sociedad industrial se convirtieron, en 1914, en garfios del infierno. Los aviones, el sueño sublime de Leonardo da Vinci, fueron utilizados para arrojar bombas. El telégrafo, la radio, los productos de la industria, todo fue herramienta de aniquilación. Y con la Segunda Guerra Mundial el fenómeno alcanzó su apoteosis. Hasta el trabajo de grandes pacifistas fue utilizado para inventar bombas atómicas.
Cuando terminó la guerra la industria había triunfado, pero un extraño pesimismo se había apoderado de nuestra especie. Allí sobrevino ese movimiento intelectual que se llamó el existencialismo: un sentimiento de soledad, la conciencia del absurdo, la sospecha de que la vida no tenía sentido. Ese sentimiento no ha desaparecido, pero ahora está enmascarado en el culto de las cosas, el consumo, las adicciones, el ansia frenética de ruido y de velocidad, la sed desesperada de riqueza, la religión del espectáculo y de la publicidad, el culto enfermizo de la salud, del vigor y de la juventud, y la visita a los únicos templos vivos que van quedando, que son los centros comerciales.
Pero harto sabemos que tres cuartas partes de la humanidad no pueden participar de esas comparsas de la belleza frívola, de esas mitologías de Vanity Fair. Algo va de la dieta al hambre, de las marcas costosas a los mercados piratas, de la civilización que convierte todo en basura a la humanidad que vive de reciclarla. Extender el modelo de consumo irreflexivo no es posible ni deseable. El día en que los mil trescientos millones de chinos tengan automóvil particular, y en que los mil doscientos millones de indios produzcan basura verdadera, basura industrial no biodegradable, ese día Vishnú le cederá para siempre su trono a Shiva.
Se ha abierto paso en el mundo la idea de que tenemos muchos derechos y casi no tenemos deberes. Llevamos siglos luchando por la libertad, pero no hemos articulado el discurso de nuestra responsabilidad. Llevamos siglos en la búsqueda del confort y se nos hace agua la boca hablando de la sociedad del bienestar, pero son pocos los que, como Estanislao Zuleta, han formulado sabiamente un elogio de la dificultad. Sin embargo, nada atenta tanto contra la salud como una prédica del confort y la facilidad; nada es más peligroso para la supervivencia humana que la excesiva adulación del egoísmo y el olvido de los principios de solidaridad y generosidad.
Sociedades como la colombiana, desamparadas por un Estado irresponsable y condenadas a rivalidad permanente, al individualismo agresivo, son buen ejemplo de los niveles de violencia que produce la falta de un sueño generoso de respeto en el que puedan converger millones de seres humanos.
Porque sólo sabemos convivir cuando una mitología compartida, unas tradiciones y unos rituales nos revelan al dios que está escondido en los otros, el exquisito misterio que es cada ser humano, y ello requiere altos niveles de educación verdadera, es decir, no aquella que venden los liceos y las universidades, sino aquella que está en las costumbres, en el lenguaje, en las fiestas y las ceremonias que nos hacen sentir parte de un mismo orden cultural.
El mundo asiste hoy a un acelerado cambio de memorias por noticias, de costumbres por modas, de saberes largamente probados por novedades. Pero estas guerras tecnológicas, este calentamiento global, estos tsunamis que derivan en crisis nucleares, nos recuerdan que la historia es impredecible, y así como a veces lo nuevo se yergue como el fascinante camino al futuro, también a veces los accidentes pueden revelarnos que conviene un poco de prudencia, un poco de sensatez y un residuo de reverencia, a la hora de paladear esas flores del vértigo.
Al fin y al cabo la ciencia ficción no surgió para celebrar las maravillas de la técnica sino para advertirnos, de un modo elocuente y fantástico, acerca de sus abundantes peligros.
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Nuestra edad de ciencia ficción (I)
El Espectador/ Opinión/ Por: William Ospina/ 20 Mar 2011 - 1:00 am
HACE 66 AÑOS, DOS BOMBAS ATÓMIcas destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, decidieron el final de la Segunda Guerra Mundial, forzaron al Japón a la rendición ante las potencias aliadas y dieron comienzo a una nueva edad del mundo
Alemania había sido triturada por el doble martillo de los rusos atacando por el oriente y los aliados avanzando por el occidente. El triunfo en el frente europeo y en el asiático de Estados Unidos, que había entrado tardíamente en la guerra, significó también el comienzo de la guerra fría, que dividió el mundo durante cuarenta años en dos bloques de poder que se vigilaban uno al otro con desconfianza y con ira, en una tensa paz de pesadilla, sostenida sobre la amenaza cósmica de los arsenales nucleares.
Ahora sabemos que esas potencias enemigas no eran tan distintas: tanto los democráticos Estados Unidos como los burocráticos estados soviéticos profesaban el industrialismo, el armamentismo, el militarismo, y terminaron reconciliándose hace 20 años en las fiestas del mercado, en la desintegración de los proyectos solidarios y en la entronización del individualismo consumista como máximo ideal de la especie.
Hace 66 años vivimos en el mundo de la ciencia ficción. Las novelas del 007 dieron paso a los thrillers de espías y de traficantes de armas atómicas; la generación de los años 60 pasó del culto de las drogas místicas y la consigna del amor libre a la fascinación con la saga de los viajes al espacio exterior: íbamos rumbo a la Luna y a Marte; la revolución del transporte incorporó una velocidad de vértigo a la vida cotidiana; la revolución de las comunicaciones convirtió al mundo en el aleph de Jorge Luis Borges; internet y las redes sociales abrieron ante nosotros un océano de memoria y un jardín de encuentros virtuales, pero convirtieron a la vez a los organismos humanos en una subespecie sometida a la fascinación de los mecanismos; la globalización de la información y del mercado trajo como complemento necesario la proliferación de las mafias globales, el mercado planetario de las armas, el clima de alarma permanente de la sociedad superinformada, la enfermedad generalizada del estrés y la alternancia bipolar de sustancias estimulantes y sedantes, el triunfo estridente de la tecnología como principal escenario de la acción humana, la tecnificación de la vida y el triunfo de la profecía de Marx de que todas las cosas se convertirían finalmente en mercancías, el sexo y la salud, el arte y el espectáculo, el deporte y el tiempo libre, la paz y la guerra, la información y la educación, el agua y el aire.
Es asombroso el modo como han triunfado los paradigmas de la llamada civilización occidental. Fue asombroso ver anteayer al emperador Akihito hablando por primera vez por televisión a su pueblo, vestido con un traje occidental, con saco y corbata. Es asombroso ver el país que hace 66 años padeció por primera y única vez el apocalipsis atómico sobre sus ciudades, convertido ahora en productor de energía atómica, y víctima otra vez de los vientos radiactivos. Es asombroso haber tenido el privilegio y el horror de ver hace siete días en directo el modo como una ola monstruosa que venía de los abismos del agua iba barriendo y arrasando los litorales japoneses y convirtiendo en escombros las ciudades, estrellando los barcos contra los puentes, arrancando las casas como trozos de papel, moliendo en su trituradora automóviles, bosques, barrios, piedras, metales, máquinas y seres humanos.
Los diluvios y los tsunamis existieron siempre, lo que no existió siempre es una humanidad que puede estar presenciando al mismo tiempo la devastación de los tsunamis, los incendios de los reactores nucleares, los crímenes de las mafias mexicanas, la corrupción de los políticos colombianos, las manifestaciones de los demócratas egipcios, las elecciones en la devastada isla de Haití, las manifestaciones de los trabajadores de Winsconsin, los bombardeos de Gadafi sobre las ciudades rebeldes.
Lo nuevo no es la información, es el testigo. Lo nuevo no es la catástrofe planetaria y la confusión cósmica, sino el hecho de que la humanidad la presencie asombrada e inerme, y convierta las marejadas de la historia en parte fundamental de su propia existencia, sin tener a la vez mucha posibilidad de influir sobre ella.
Esta semana los periodistas amigos de la adrenalina se han animado a hablar de apocalipsis. Se diría que lo que nos parece a veces el fin del mundo no es más que la cotidianidad del mundo convertida, gracias a la tecnología, en una suerte de sofisticado espectáculo. Pero es verdad que ya estamos en la aldea de Bradbury, en el país de Frederick Pohl, en el planeta de Philip K. Dick. Ahora el viento trae un polen de cosas desconocidas, la naturaleza parece hablar una lengua distinta cada día, la historia entra a ráfagas por la ventana.
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HACE 66 AÑOS, DOS BOMBAS ATÓMIcas destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, decidieron el final de la Segunda Guerra Mundial, forzaron al Japón a la rendición ante las potencias aliadas y dieron comienzo a una nueva edad del mundo
Alemania había sido triturada por el doble martillo de los rusos atacando por el oriente y los aliados avanzando por el occidente. El triunfo en el frente europeo y en el asiático de Estados Unidos, que había entrado tardíamente en la guerra, significó también el comienzo de la guerra fría, que dividió el mundo durante cuarenta años en dos bloques de poder que se vigilaban uno al otro con desconfianza y con ira, en una tensa paz de pesadilla, sostenida sobre la amenaza cósmica de los arsenales nucleares.
Ahora sabemos que esas potencias enemigas no eran tan distintas: tanto los democráticos Estados Unidos como los burocráticos estados soviéticos profesaban el industrialismo, el armamentismo, el militarismo, y terminaron reconciliándose hace 20 años en las fiestas del mercado, en la desintegración de los proyectos solidarios y en la entronización del individualismo consumista como máximo ideal de la especie.
Hace 66 años vivimos en el mundo de la ciencia ficción. Las novelas del 007 dieron paso a los thrillers de espías y de traficantes de armas atómicas; la generación de los años 60 pasó del culto de las drogas místicas y la consigna del amor libre a la fascinación con la saga de los viajes al espacio exterior: íbamos rumbo a la Luna y a Marte; la revolución del transporte incorporó una velocidad de vértigo a la vida cotidiana; la revolución de las comunicaciones convirtió al mundo en el aleph de Jorge Luis Borges; internet y las redes sociales abrieron ante nosotros un océano de memoria y un jardín de encuentros virtuales, pero convirtieron a la vez a los organismos humanos en una subespecie sometida a la fascinación de los mecanismos; la globalización de la información y del mercado trajo como complemento necesario la proliferación de las mafias globales, el mercado planetario de las armas, el clima de alarma permanente de la sociedad superinformada, la enfermedad generalizada del estrés y la alternancia bipolar de sustancias estimulantes y sedantes, el triunfo estridente de la tecnología como principal escenario de la acción humana, la tecnificación de la vida y el triunfo de la profecía de Marx de que todas las cosas se convertirían finalmente en mercancías, el sexo y la salud, el arte y el espectáculo, el deporte y el tiempo libre, la paz y la guerra, la información y la educación, el agua y el aire.
Es asombroso el modo como han triunfado los paradigmas de la llamada civilización occidental. Fue asombroso ver anteayer al emperador Akihito hablando por primera vez por televisión a su pueblo, vestido con un traje occidental, con saco y corbata. Es asombroso ver el país que hace 66 años padeció por primera y única vez el apocalipsis atómico sobre sus ciudades, convertido ahora en productor de energía atómica, y víctima otra vez de los vientos radiactivos. Es asombroso haber tenido el privilegio y el horror de ver hace siete días en directo el modo como una ola monstruosa que venía de los abismos del agua iba barriendo y arrasando los litorales japoneses y convirtiendo en escombros las ciudades, estrellando los barcos contra los puentes, arrancando las casas como trozos de papel, moliendo en su trituradora automóviles, bosques, barrios, piedras, metales, máquinas y seres humanos.
Los diluvios y los tsunamis existieron siempre, lo que no existió siempre es una humanidad que puede estar presenciando al mismo tiempo la devastación de los tsunamis, los incendios de los reactores nucleares, los crímenes de las mafias mexicanas, la corrupción de los políticos colombianos, las manifestaciones de los demócratas egipcios, las elecciones en la devastada isla de Haití, las manifestaciones de los trabajadores de Winsconsin, los bombardeos de Gadafi sobre las ciudades rebeldes.
Lo nuevo no es la información, es el testigo. Lo nuevo no es la catástrofe planetaria y la confusión cósmica, sino el hecho de que la humanidad la presencie asombrada e inerme, y convierta las marejadas de la historia en parte fundamental de su propia existencia, sin tener a la vez mucha posibilidad de influir sobre ella.
Esta semana los periodistas amigos de la adrenalina se han animado a hablar de apocalipsis. Se diría que lo que nos parece a veces el fin del mundo no es más que la cotidianidad del mundo convertida, gracias a la tecnología, en una suerte de sofisticado espectáculo. Pero es verdad que ya estamos en la aldea de Bradbury, en el país de Frederick Pohl, en el planeta de Philip K. Dick. Ahora el viento trae un polen de cosas desconocidas, la naturaleza parece hablar una lengua distinta cada día, la historia entra a ráfagas por la ventana.
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Lo que asusta al filósofo
El Espectador/ Opinión/ Por: William Ospina/ 24 Abr 2011 - 1:00 am
EN RESPUESTA A MI RECIENTE COlumna "Nuestra edad de ciencia ficción", mi amigo el filósofo Juan Manuel Jaramillo ha escrito un texto alarmado que denuncia mis ataques sacrílegos a la sociedad tecnológica.
Juan Manuel nos recuerda que vivimos en la edad de la técnica y que ello es ineluctable. Pero no es eso lo que a mí me preocupa. Más me abruma la pasividad con que se vive ese fenómeno. Todos sabemos que ni siquiera asombro logran ya en los jóvenes esos modelos nuevos de teléfonos celulares cada vez más sofisticados, cada vez más táctiles, cada vez más efímeros. Ellos sólo quieren tenerlos ya y cambiarlos pronto.
Vivimos una época que convierte los mayores prodigios en realidades anodinas. Cosas que a los sabios de otro tiempo paralizarían de asombro, las recibimos entre la indiferencia y el tedio, y la industria las utiliza apenas como señuelo para hacernos consumir más.
Yo igual me dedicaría a cantar las alabanzas de tanto esplendor si no pudiera ver de antemano en el horizonte de la época el basurero en que convertirá al mundo la exquisita sociedad industrial. En rigor, antes de los materiales sintéticos y radiactivos nunca habíamos producido basura de verdad: todo entraba de nuevo en los ciclos de la naturaleza. Detritus humanos, residuos vegetales, papeles y cartones, escombros, nada de eso era verdaderamente oneroso para el mundo. Ahora es distinto y más vale que los filósofos y hasta los profesores de filosofía empiecen a preocuparse.
Según mi crítico yo olvido que vivimos en un sistema complejo e ingenuamente echo la culpa a los artefactos del modo de vivir de la época. Por supuesto que no son los discos compactos los que hacen que cada vez nos reunamos menos a conversar y a cantar; por supuesto que no son los televisores los que nos encierran a cada uno en una celda de egoísmo; por supuesto que no son los teléfonos celulares los que van haciendo que sólo lo distante valga la pena, y que sólo los ausentes sean dignos de atención, ya que sólo son sonidos y señales luminosas, en tanto que los que están presentes son cada vez más estorbosos: no nos dejan concentrarnos en la pantalla.
Al filósofo lo alarma que yo alce mi voz contra la admirable era tecnológica. Y yo quiero decirle que la verdad es que no soy tan peligroso. Ni siquiera detesto la era tecnológica, sólo expreso mi inquietud y mi llamado a la cautela ante sus pretendidas excelencias, y digo que valdría la pena ser prudentes frente a sus seducciones y vigilantes frente a sus maravillas. Pero quiero además que el profesor advierta la desigualdad de condiciones en que yo, de acuerdo con su interpretación, me bato contra la era tecnológica.
Ésta tiene a su favor no sólo todo el capital, todos los medios, todo el saber de las universidades, todo el arsenal de las industrias, todo el respaldo de los ejércitos y toda la veneración de la humanidad, sino también los elogios gratuitos de algunos filósofos como él, que candorosamente piensan que la tecnología necesita defensores contra unos escasísimos críticos que ni siquiera negamos su poder y su importancia, sino que apenas intentamos recomendar un poco de cautela ante su fuerza invasora y avasalladora.
Esa fuerza magnánima nos lleva en sus aviones al otro extremo del mundo (si tenemos dinero para pagarlo), pero también arroja bombas sobre ciudades con escuelas y hospitales; esa fuerza nos embriaga con sus espectáculos, pero también nos envenena con sus pesticidas; nos halaga con su publicidad opulenta y tentadora, pero sabe encadenarnos a sus casinos y a su consumo desaforado, a la vez que nos asfixia en su smog; lleva a nuestros hogares productos estupendos (si tenemos con qué comprarlos), pero hace avanzar eficientemente los basureros planetarios, llenos de empaques innecesarios, de la peste de las bolsas plásticas, de esas cosas que hoy son la moda y mañana la escoria; ilumina en la noche hogares y fuentes, comercios y parques con la energía de sus centrales atómicas, pero también destila sus aguas radioactivas hacia la sima sin testigos de la fosa oceánica.
Juan Manuel piensa que yo estoy arrojando un “anatema al Renacimiento, a la Ilustración, o al progresista y catastrófico siglo XX”. Según su imagen me voy “lanza en ristre contra el desarrollo tecnológico”, y de ese modo me muestra como un Quijote todavía más loco que don Quijote. Éste se batía en su delirio contra molinos de viento, que son gigantes concretos de aspas peligrosas, pero atacar a lanzazos una entidad tan abstracta como “el desarrollo tecnológico”, más que una necedad es un imposible.
En realidad, Juan Manuel, lo único que hago es opinar, criticar, utilizar el privilegio de la reflexión que nos dejaron el Renacimiento y la Ilustración, para decir que no toda novedad es un progreso y que no todo artefacto ingenioso nos beneficia. “La duda, decía alguien, es una de las formas de la inteligencia”. Qué raro que todo un filósofo piense que su capacidad reflexiva debe usarse mejor en refutar a los que dudan, que en meditar sobre las complejidades de la época. Qué raro que no considere su deber examinar los peligros que comporta tanto saber unido a tanto poder, tantos conocimientos aliados con tanta sed de lucro, tanto esplendor abrazado con tanto egoísmo.
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