martes, 12 de febrero de 2013

Bye-bye Mamá


Libia Arango de Torres (1930-2013)

Gracias a nuestros familiares y amigos por acompañarnos en este momento doloroso que todos debemos afrontar, como es la pérdida de un ser muy querido: la Madre.

Para los que la conocieron su carácter alegre y jovial tenía varias manifestaciones: por un lado su carcajada franca, su humor un poco negro producto de su forma de ver la vida, práctica y realista y a veces descarnada. Otra manifestación estaba en su forma de cantar todo el día, lo que hizo decir de ella a una prima, que parecía un pajarito -magnífica comparación por su amor y respeto por la naturaleza-.

A pesar de no haber culminado sus estudios, su inteligencia se manifestó en los sitios en donde trabajó como el hospital, la Cooperativa de Municipalidades y la interventoría de Obras Publicas en donde conoció a mi papá. En cada uno de ellos, afrontó retos y asumió funciones producto de su espíritu de superación y deseo de aprender, pero sobre todo por su ética del trabajo que la hizo poner toda su energía al servicio de la gente y de las instituciones que servía, ética que compartía con mi papá y que le heredamos sus hijos.

La recordamos por su valentía al afrontar sus muchos y serios quebrantos de salud, que no acabaron con su vitalidad aunque en los últimos tiempos ésta se viera disminuida, y que la mostraba a todos como una persona juvenil, alegre y dicharachera.

Fue una persona cívica y verdadera ciudadana: su solidaridad y sensibilidad social la rebelaban contra las injusticias e inequidades de este país; su deseo de estar siempre informada a través de la radio y los noticieros de televisión -aunque sus problemas auditivos la mortificaron en los últimos años-, o a devorar los domingos el periódico o la Revista Semana que tanto disfrutaba, medios que comentaba, analizaba y criticaba, pues aunque se decía por familia conservadora, tenía espíritu liberal pues la política siempre fue parte de su vida como la de mi papá, aunque nunca militara en ningún partido, ni fuera activista. El medio ambiente era otra de sus preocupaciones, en cuya protección se empeñó poniendo su granito de arena separando rigurosamente los materiales para reciclar y buscando siempre utilizar productos ecológicos y amigables con la naturaleza: una muestra del poder de UNO.

Varias convergencias tuvo con papá: crucigramas que hacía acompañada de la Tabla Periódica y del entrañable Pequeño Larousse que guardaba cerca de su cama, y que la hacía preguntarnos cosas a veces extrañas y decir que la descrestábamos. Ambos fueron grandes lectores y amaron el conocimiento, disfrutaron los programas de viajes y documentales, fueron amantes de los programas de la BBC, y de las series históricas.

Aprendió con nosotros los temas escolares y universitarios; su espíritu queda plasmado al aprender a revolver manualmente raíces cuadradas de 30 dígitos para ayudarnos, tarea  que en algunas ocasiones le impidió hacer el almuerzo a tiempo. El Rumí y el Carta Blanca la mantuvieron a salvo del alzahimer.

Fueron muchas sus enseñanzas; su rectitud, honorabilidad y honestidad a toda prueba, y su amor por la verdad que la hacía decir lo que pensaba con franqueza y a veces de forma un poco cruda; se caracterizó por ser trabajadora y responsable, como papá. Durante su vida fue coherente en sus convicciones, sus posiciones claras y precisas; sus principios firmes y altos, sus valores éticos y morales.

Vamos a extrañar sus carcajadas, sus canciones, su compañía; ya no podrá ir a Nueva York, ciudad con al que soñó muchas veces; pero conoció y amó este país, se dolió de lo que aquí sucede, nos enseñó a ser críticos, y nos dio amor y apoyo, aunque a veces no compartió nuestras posiciones.

Esto lo hablamos muchas veces con ella... Y como decía, bye-bye Mamá.

Claudia

12-02-2013.



domingo, 10 de febrero de 2013

Los caminos de hierro de la memoria (IV)

El Espectador/ Opinión|9 Feb 2013 - 11:00 pm
  
Por: William Ospina

Al lado del camino de agua hicieron el camino de hierro. Hacia 1886, un hombre llamado Antonio Acosta estableció en un pequeño puerto llamado La Curva del Conejo, una venta de leña para los vapores que bajaban y subían por el Magdalena.

La destrucción de las selvas había comenzado mucho antes: en típico rebusque colombiano, los vendedores de leña empezaron a potrerizar las orillas, los bosques acabaron en las calderas de los barcos, la tierra que soltaban las raíces se sedimentó en el lecho del río, y fue así como los propios barcos acabaron con la navegación.

Pero por un tiempo el fenómeno le dio prosperidad a aquel poblado, al que llegaron hacia 1904 muchos guerrilleros que había dejado sin oficio el final de la Guerra de los Mil Días. Desde Ambalema, que llenó de humo aromático los pulmones europeos casi un siglo, se estaba tendiendo el ferrocarril que pasaría por Beltrán, San Lorenzo, Mariquita, Honda y Yeguas, hasta llegar a El Conejo, que alguien vislumbraba como gran puerto fluvial del futuro. Y aquellos guerrilleros, cansados de plomo, se aplicaron a otro metal: a tender los rieles del tren en cuyos vagones venía el siglo XX.

Al comienzo, en el mapa, los caminos de hierro eran casi imperceptibles: recomenzaba la lucha con esta naturaleza rebelde. En 1855 ya un ferrocarril, entre Ciudad de Panamá y Colón, había unido el océano Atlántico con el Pacífico. Tímidamente avanzaron las carrileras, como las llamamos en Colombia: de Barranquilla a Sabanilla, de Santa Marta a Ciénaga, de Cartagena a Calamar, de Medellín al Magdalena, de Cúcuta al Táchira, de Medellín a Amagá, de Cali a Buenaventura, de Bogotá a Facatativá, de Bogotá a Girardot, de Girardot a Ibagué con un ramal que seguía para Neiva.
A finales del XIX la iniciativa modernizadora tuvo el respaldo de la administración de Manuel Murillo Toro. A comienzos del XX Rafael Reyes le dio empuje. Y fue Pedro Nel Ospina, ingeniero, quien en 1922, aprovechando la indemnización de 25 millones de dólares que Estados Unidos pagaba por Panamá, intentó la prolongación de aquellos tramos para formar tres grandes troncales ferroviarias: Bogotá-Buenaventura, cuyo principal obstáculo era el paso de Ibagué a Armenia; Pasto-Mompox, que debía pasar por Popayán, Cali, el cañón del Cauca y la Boca de Tocaloa; y la ruta Bogotá-Santa Marta, pasando por Tunja, Sogamoso, el Chicamocha, Bucaramanga y Puerto Wilches.

Cada tramo tenía un desafío: el mayor era la cordillera Central, y en 1914 comenzaron los estudios para unir a Ibagué con Armenia. En 1920 se definió por dónde perforar la cordillera, pasando la depresión de Calarcá, para llegar al Pacífico. Ya habían comenzado los trabajos cuando otra gran depresión, la crisis del año 29, acabó con el proyecto.

Pero así pasó el ferrocarril por Ambalema y recogió las últimas grandes cosechas de tabaco, y así se encontraron en Mariquita las locomotoras de la Dorada Railway Company, con las vagonetas de la Ropeway Branch que bajaban la cosecha cafetera.

Para administrarla, se estableció desde 1905 en Mariquita la Ciudadela Inglesa. Bordeada de canales para controlar inundaciones, era ejemplo notable de la arquitectura de la época. Todavía sobreviven en ruinas, pero con sus estructuras intactas bajo los árboles, la estación del ferrocarril, la estación del cable aéreo, las inmensas bodegas, los talleres, las quintas de ingenieros y la capilla de esa Ciudadela que duró 50 años y que tuvo en su tiempo iglesia anglicana y cementerio inglés.

Un capítulo de nuestra historia parece caerse a pedazos a la sombra de cámbulos y ceibas. Alrededor han construido urbanizaciones, pero de las 42 hectáreas originales queda espacio suficiente para una Ciudadela de la memoria, antes de que sea arrasada por el olvido.

Esos diez mil metros cuadrados de construcciones en peligro nos hablan todavía de gestas asombrosas y promesas frustradas. Tantas cosas se cruzan allí: la ruta de la Expedición Botánica y la memoria de la navegación por el río, la colonización de las selvas centrales, medio siglo de fundaciones, el relato de la Concesión Aranzazu, la saga del café y muchos relatos que marcaron nuestro destino: los diez mil bueyes del Camino de la Moravia, las llanuras del tabaco, las minas de alemanes e ingleses, las ruinas de Santa Ana bajo la luna de Fallon, el tendido de los ferrocarriles, el Cable aéreo que inspiró el de Gamarra a Ocaña y el de Manizales al Chocó, las vagonetas en la niebla del páramo descendiendo hacia la tierra caliente, la edad en que los esfuerzos de nativos, criollos e inmigrantes nos pusieron a las puertas de la modernidad.

Esa historia de hace un siglo cambió la cara de una vasta región y dejó salpicadas de apellidos ingleses a las estirpes criollas de la montaña, pero no sólo es una invitación a recuperar la memoria. La vieja Ciudadela debería convertirse en lugar de visita para viajeros, de trabajo para organizaciones y talleres de creación, en centro de reflexión sobre suelos y pisos térmicos, sobre las relaciones entre los glaciares y el río, sobre clima y transporte, sobre modelos económicos y desafíos ecológicos.

Testimonio visible de una edad del continente, es el espacio ideal de muchas cosas necesarias y urgentes para aprender a habitar con respeto y sabiduría el territorio, como nos lo recuerdan cada día, pocos kilómetros al sur, las ruinas de Armero, arrasada por la desmemoria, la negligencia y la ignorancia.

Porque aquí cada pueblo guarda una historia, cada camino significó una hazaña y cada tecnología dibujó una promesa, pero también cada olvido y cada negligencia labraron para muchos una catástrofe.

* William Ospina
 
 
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  • domingo, 3 de febrero de 2013

    Los caminos de hierro de la memoria III

    El Espectador/ Opinión|2 Feb 2013 - 11:00 pm

      William Ospina
    Por: William Ospina
    Nuestro gran desafío desde el comienzo era unir y comunicar el país.

    Pero a la extrema diversidad geográfica se añadía la complejidad racial, la opresión de indios y de esclavos, el culto a las metrópolis ilustres y el menosprecio por todo lo local. Esta geografía impuso proezas, sufrimientos y brutalidades. La exploración del territorio, el paso de los ríos y hasta la apertura de caminos exigieron desde el comienzo hazañas heroicas.

    Pero también esa diversidad, unida a las odiosas estratificaciones que dejó la colonia, a la disputa por las riquezas del suelo y por el suelo mismo, nos hundió sin cesar en guerras y conflictos. Pocas cosas tan difíciles de seguir y de explicar como la sucesión de las guerras colombianas.

    Los caminos, que prometían el progreso, también abrieron paso al conflicto incesante. No es por realismo mágico que García Márquez habla de las 32 guerras del coronel Aureliano Buendía. Mientras llegaba el cultivo del café a las tierras quebradas de Caldas, Colombia vivía la guerra civil de 1851, la del 54, la del 60, la del 76, la del 85 y la del 95. Después, la Guerra de los Mil Días le costó al país 200.000 muertos, el cinco por ciento de su población, que es como si hoy una guerra arrebatara dos millones de vidas.

    El Gobierno había confiado al alemán Elbers la navegación por el Magdalena, pero en Honda los raudales impedían que las naves alcanzaran la parte alta del río. Había un tramo que los barcos de gran calado no podían superar, y eso hizo aun más necesarios los ferrocarriles.

    Antes del café, la economía giraba alrededor del tabaco. Por primera vez los ingleses abandonaron las minas y pusieron su interés en otro producto. Todavía en Ambalema la casa de los ingleses, que manejó el embarque de tabaco hacia Europa, y la casa donde se prensaban las hojas, esperan su restauración y su nuevo destino.

    Los ingleses habían explotado las minas de Marmato y Supía, las minas de Mariquita y Santa Ana. Hijo de un ingeniero irlandés era Diego Fallon, el poeta que descubrió a la Luna en los cañones del Gualí, y que escribió el poema más famoso de Colombia antes de que llegara la música de José Asunción Silva.

    Esos británicos traían ya “la mineralogía, la mecánica aplicada, la teoría del calor, la química inorgánica, los métodos geofísicos, el sismógrafo, la ingeniería de vías, los reactivos químicos, la rueda hidráulica, la técnica de amalgamación”. Traían el molino liviano de pistones, el monitor hidráulico, la draga flotante; pasaron del mercurio al cianuro, trajeron la turbina Pelton y la dinamita.

    Mientras el país se desangraba en la Guerra, entre 1899 y 1903, que fue también responsable de la pérdida de Panamá, la cosecha de los campesinos cafeteros de Caldas abrió para el país un horizonte nuevo. Pero había un problema.

    Nadie sabía cómo sacar esos millones de sacos hacia los puertos: ni siquiera los diez mil bueyes de Letras lograban bajar el café al Valle del Magdalena. Entonces Tomas Miller y sus ingenieros ingleses hicieron una propuesta genial: tender un cable aéreo por aquellos abismos, llevar en vagonetas desde Manizales hasta Mariquita la cosecha cafetera.

    En 1912, bajo la dirección del ingeniero australiano James Lindsay, empezaron las obras que parecían imposibles. El tendido de los cables se hizo desde Mariquita, subiendo la cordillera. La guerra del 14 interrumpió por un tiempo los trabajos y se dice que el barco que traía una de las torres principales fue hundido por alemanes en el Atlántico. Ello hizo necesario reemplazar el hierro inglés por troncos de guayacán de las montañas, y en mayo de 1922 un cable aéreo de 72 kilómetros, el más largo del mundo en su tiempo, fue inaugurado en un banquete donde giraba por un gran salón, llevando flores en sus vagonetas, una réplica en miniatura de la obra.

    Ese cable convirtió a Manizales en la ciudad más dinámica del país. Todavía era un pueblo grande de casonas de tabla parada y balcones de colores, una imprudente sucesión de casas de madera pegadas una a otra como jamás lo habrían recomendado los ingleses, y con una catedral de cedro, nogal y maderas balsámicas que era orgullo de los piadosos campesinos iniciados en las costumbres urbanas.

    En 1925 un incendio consumió 32 manzanas y las llamas alcanzaron a morder la catedral perfumada. Un año después un segundo incendio se llevó otras manzanas y devoró la catedral por completo. La ciudad emprendió su reconstrucción con edificios diseñados por arquitectos notables y se empeñó en alzar una catedral capaz de resistir a dos grandes enemigos: el fuego implacable y los terremotos que desmoronaban los barrios en el abismo.

    Necesitaba inventarse un pasado: se aferraba al gótico, al hispanismo, a las filigranas del mundo grecolatino, pero también quería estar a la altura de la modernidad. Un biznieto de aquel Julius Richter que había venido a trabajar en las minas, Danilo Cruz Vélez, discípulo de Heidegger en Friburgo, habría de convertirse en uno de los más importantes filósofos de Colombia.

    John Wotard diseñó en 1926 la estación del ferrocarril. La catedral vertiginosa, vaciada en concreto, hecha para desafiar al volcán y al incendio, fue diseñada por Julien Auguste Polti, jefe de monumentos públicos de París, y se convirtió en 1939 en el ápice de aquella ciudad de contrastes, todavía llena de brujas y aparecidos, todavía olorosa a yerbabuena y a musgo, pero que era ya la capital de la primera comarca campesina en Colombia conectada de verdad con el mundo.

    *William Ospina
    • William Ospina | Elespectador.com