lunes, 22 de julio de 2013

Antes de que el arco se rompa

El Espectador.


Opinión |20 Jul 2013 - 10:00 pm

William Ospina
Por: William Ospina
Ante las justas protestas de los campesinos del Catatumbo, abandonados por décadas de negligencia estatal en manos de las guerrillas, de los paramilitares, de las multinacionales, de la minería salvaje y de los rigores del clima; ante el clamor de unos campesinos que reclaman inversión social y una zona de reserva campesina aprobada por la Constitución, que muchos consideran la solución a algunos de los problemas del campo colombiano, Santos, con la arrogancia de la vieja aristocracia, con la soberbia clásica de los gobernantes de este país, está permitiendo que una crisis de días se convierta en un problema humanitario de mayores proporciones.
Tenía la oportunidad de decir a los manifestantes: “Todavía no sabemos cuáles puedan ser las ventajas y las desventajas de esas zonas de reserva campesina, pero esta es una excelente oportunidad de poner a prueba un proyecto piloto con inversión pública, presencia del Estado y vigilancia de los medios y de la comunidad internacional, para que no se diga que estas decisiones sólo las podemos tomar de acuerdo con las guerrillas y después de largas discusiones con ellas. En breve tiempo podremos ver si es verdad, como dicen sus adversarios, que se pueden convertir en focos de conflicto, o si, como dicen sus defensores, permiten el desarrollo de una economía comunitaria que por fin ayude a los campesinos a salir del aislamiento y de la miseria, y los incorpore a la sociedad y a la modernidad”.
A lo mejor esa decisión permitiría trabajar conjuntamente con los campesinos en crear un laboratorio de solución de conflictos donde es más importante: a nivel local. Porque tal vez tanto el Gobierno como la guerrilla se equivocan pensando que la paz se puede construir primero en papeles en una mesa y después trasladarla mecánicamente a las provincias.
La paz se construye con la comunidad, allí donde están los problemas: la necesidad de una economía familiar, la necesidad de una agricultura integrada a los desafíos de la época, la necesidad de un modelo de seguridad del que formen parte la confianza ciudadana, la opinión de las personas y las oportunidades reales de progreso.
Es, por supuesto, urgente que las armas se silencien y que este maligno conflicto de 50 años, nacido de la arrogancia del poder y del desamparo de las comunidades, un conflicto que se ha ido degradando y envileciendo por la dinámica normal de una guerra bárbara y eterna, termine por fin, para sosiego de los humildes hogares campesinos que lo padecen, de las jóvenes generaciones que son inmoladas en él, y para que puedan arrancar la modernización y la prosperidad del país.
Santos no debería desconfiar tanto de sus propias decisiones. Está dialogando en La Habana con los insurgentes, pero teme que sus críticos desde el guerrerismo lo acusen de ser débil, por hacerles concesiones a unos campesinos que es evidente que han padecido no sólo la guerra, sino el modo insensible y arrogante como se gobernó el país por todo un siglo.
Debería no poner a depender todo de la negociación. Aquí muchos saben que si el Estado, por su propia iniciativa, hubiera tomado la decisión de modernizar el campo y de abrirles un horizonte de justicia a millones de seres humildes en toda la geografía nacional, no tendría que estar pactando ahora cosas tan elementales con unos ejércitos insurgentes.
Yo creo que el Gobierno colombiano representa muy parcialmente a la sociedad colombiana, pues aunque es elegido por millones de personas, suele gobernar para los intereses de muy pocos. Pero aun así, creo que el Gobierno representa a muchas más personas que la guerrilla: en esa medida está en la facultad de tomar grandes decisiones benéficas por sí mismo, y si no lo ha hecho históricamente ha sido por torpeza, por ignorancia, por soberbia o por desprecio a la comunidad.
Además, ¿por qué creer que se les están haciendo concesiones a las personas? El país es de la gente. La decisión de ayudarles a los pobres a vivir mejor, la decisión de escuchar sus clamores de angustia, y de manejar con serenidad y con respeto sus estallidos de desesperación, no es debilidad, es fortaleza. Significa que el Gobierno sabe que está gobernando para resolver problemas, no para satisfacer su arrogancia.
Gentes que lo han tenido todo, como las que nos gobiernan, no saben lo que es estar en el desamparo, en la falta de horizontes, en la tiniebla de la incertidumbre y de la soledad. ¿Por qué mirar siempre el dolor de los pobres, que los lleva a afrontar a veces riesgos tremendos, como una expresión de maldad, como algo que obedece siempre a un libreto infernal? Pobre democracia la que obedece a semejantes prejuicios, y la que se eterniza en esas terquedades y en esas arrogancias.
Juan Manuel Santos ha desperdiciado una oportunidad de mostrarse generoso, de mostrarse estadista, de mostrar que es capaz, si no de sentir, por lo menos de imaginar el estado de postración en que vive el pueblo al que gobierna. Pero a lo mejor todavía está a tiempo de asumir una actitud más inteligente. En vez de esperar que, uno tras otro, le estallen los incendios de la inconformidad popular, que el país se reviente entre sus manos como el arco del viejo rey nórdico, podría asumir esta posición que me parece la más sensata.
No se le ha ocurrido a él. Pero también saber escuchar forma parte del arte de gobernar.

Juan Manuel Santos acaba de desperdiciar una oportunidad de oro para demostrar no sólo que es un hombre inteligente, sino también que es un estadista.


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