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Apr. 12 de 2014
Por: Alejandro Chaparro,
profesor asociado, Departamento de Biología e Instituto de Genética - Universidad Nacional de Colombia
Como parte de las banderas de movimientos políticos, en América Latina se ha pretendido acabar con las semillas certificadas e imponer las nativas. En ninguna parte ha tenido éxito la propuesta, más allá del impacto mediático. Lo cierto es que la agricultura necesita de las dos clases para la productividad y diversidad de los campos.
El año pasado, algunos sectores políticos iniciaron un debate en el que pretendían exigir el uso de semillas nativas y excluir las certificadas. Incluso, a través de redes sociales hicieron pública una denuncia contra la Resolución 970 del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), que establece los requisitos para el control, producción, acondicionamiento, importación, exportación, almacenamiento, comercialización y uso de semillas en el país.
Debido a esta polémica, se suspendió la aplicación de la norma mientras se adelanta una consulta pública por parte del ICA. Sin embargo, siguen vigentes las leyes sobre semillas certificadas que se aplican desde 1976, las mismas que se disponen en todo el mundo. Para entender la discusión es importante aclarar varios aspectos de contexto.
Con el artículo “Experimentos sobre hibridación de plantas”, publicado en 1865 por Gregor Mendel en Anales de la Sociedad de Historia Natural de Brno (República Checa), nació la genética como ciencia y se plantearon las bases del mejoramiento genético de cultivos. En esta práctica, hibridación y selección son esenciales para optimizar las plantas (fitomejoramiento), asimismo es importante el uso de diseños experimentales y herramientas estadísticas complejas.
Otras técnicas que se han usado para producir variedades e híbridos son la mutación, el cultivo de tejidos y el uso de ingeniería genética. Así, no solo se han realizado trabajos dentro de una especie, como los híbridos de maíz, sino que se han cruzado especies diferentes para originar híbridos interespecíficos, como el triticale, resultado del cruce entre trigo y centeno.
Propiedad intelectual
Debido a la dinámica del negocio, en 1961 se estableció en París el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV, por sus siglas en francés), con las respectivas revisiones en 1972, 1978 y 1991.
Bajo el respaldo de esta organización, las Autoridades Nacionales Competentes –ANC– (el ICA en el caso colombiano) pueden conceder un título de obtentor por 20 años a quien cree o descubra una nueva variedad (25 años para vides y especies forestales), si se cumplen las condiciones de novedad, distinguibilidad, homogeneidad y estabilidad.
Así se protegen los derechos de propiedad intelectual de empresas e investigadores que gastan muchos años y dinero en el desarrollo de una variedad. Por ejemplo, en Colombia se pueden emplear entre 4 y 6 años para sacar una nueva clase de arroz, con un costo entre los 2 y 4 millones de dólares. En el caso de especies forestales se requieren décadas de trabajo.
¿Para qué se hace todo ese esfuerzo? Para que los agricultores tengan como base de su trabajo semillas mejoradas de calidad y alta producción. Con la aplicación del fitomejoramiento convencional en maíz se pasó de producir 5 toneladas por hectárea en 1950, a 20 en 1970.
Garantía de calidad
Las ANC desarrollan una agricultura formalizada y expiden normas para asegurar la calidad genética, fisiológica y física de las semillas. Las que se someten a esta reglamentación se les denomina certificadas y las empresas que las producen tienen que responder por su calidad, de manera que si incumplen, pueden ser sancionadas legalmente, incluso decomisando la producción.
Estas deben tener como mínimo un 80% de germinación, reproducir fielmente las características de la variedad y estar libres de hongos y bacterias, entre otras particularidades. Según información del ICA, en los últimos cuatro años se ha impedido la comercialización de 4.721.073 kilos de semilla por no cumplir con la reglamentación. Además, está restringida la posibilidad de guardarlas para la siguiente cosecha, en el caso de las certificadas.
En Colombia se usan al año alrededor de 60.000 toneladas de estas últimas, el 85% son producidas por 37 empresas colombianas y el otro 15% son importadas por corporaciones multinacionales. El 100% de las de papa, arroz, frijol, soya, cebada, avena, trigo, yuca y sorgo, entre otras, son de producción nacional, obtenidas por mejoramiento convencional y no por técnicas biotecnológicas, como la transgénesis.
Contrario a lo que opinan sectores opuestos, uno de los serios problemas de la agricultura colombiana es el bajo porcentaje de uso de semillas certificadas, lo que puede llevar a la introducción ilegal de material que causa la aparición de enfermedades y plagas, bien sea en el país (Bulkolderia en arroz y palomilla guatemalteca en papa) o en las regiones (cuero de sapo en yuca, en el Casanare); y generando la rápida dispersión de malezas agresivas como caminadora, coquito o arroz rojo. En todo caso, son múltiples los efectos negativos de las no certificadas en la competitividad de la agricultura nacional.
Protección de lo local
Ahora bien, las semillas nativas son materiales locales resultantes de la selección que hacen las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes. No son verdaderas variedades en tanto se caracterizan por contener variabilidad genética y ser heterogéneas por naturaleza.
El mejor ejemplo en Colombia son las 23 variedades criollas de maíz, que contienen diversidad de colores, olores y sabores, además de genes potencialmente útiles para la solución de problemas presentes y futuros. Estos genotipos son una riqueza maravillosa para las comunidades y para el país.
Los derechos de los pueblos sobre su biodiversidad deben protegerse de manera efectiva por el Estado y ser reconocidos por empresas e investigadores. Estas semillas locales son mantenidas por las comunidades, pueden ser intercambiadas o vendidas por productores informales y están reguladas por los usos y costumbres de los grupos humanos que las producen. En este caso, la posibilidad de guardarlas para la siguiente cosecha no está restringida y es ilimitada.
Así las cosas, cada tipo de semilla (nativa o certificada) y toda la actividad humana detrás de ellas pueden coexistir en el espacio y en el tiempo sin ningún problema. Proponer la exclusión de cualquiera de las dos no tiene sentido y es un imposible desde la práctica cotidiana de la producción agrícola.
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