domingo, 3 de marzo de 2013

La piedra y el Dios


El Espectador/ Opinión |2 Mar 2013 - 11:00 pm

William Ospina

Por: William Ospina

La abdicación de Benedicto XVI ha puesto a todos a pensar en la crisis de la Iglesia. Pero aunque esa crisis es múltiple y, como bien lo indica Hans Küng en su texto ¿Una primavera vaticana?, su problema es una jerarquía anclada en viejas supersticiones y en la soberbia del poder, que se niega a ver los problemas contemporáneos y las aguas negras que suben por esa institución y amenazan con inundarla, el problema es más hondo y tiene que ver con el papel que juegan las religiones en esta encrucijada de los tiempos.
Aunque no soy católico, la suerte de la Iglesia me importa. La suerte del cristianismo en su conjunto me importa aun más, y creo entender a Hölderlin cuando sugiere que sin tener en cuenta a Cristo será imposible encontrar soluciones para el desorden monstruoso de la civilización.
Nada se parece menos a Cristo que el Vaticano: basta visitar San Pedro para entender que Cristo no habría cabido en esa basílica. Esos vagabundos y esos mendigos que fundaron el cristianismo; ese hombre que decía: “Mirad los lirios del campo y las aves del cielo, que no trabajan ni hilan, y ni Salomón con toda su pompa vistió como ellos”; ese hombre tan poco amigo de la acumulación que nos aconsejaba pedir sólo “el pan de cada día”, no tienen nada que ver con estos prelados arrogantes llenos de intereses terrenos, que saben darle al César lo que es del César pero que hace mucho no saben darle a Dios lo que es de Dios.
¿Cristo en un templo de mármol lleno de estatuas de reyes engastadas en oro? ¿Cristo manejando las intrigas del banco Ambrosiano? ¿Cristo manejando burócratas, moviendo influencias, pidiendo ser recibido en las cumbres de los ganadores de la guerra?
Si desde el ápice de su poder, como desde la cumbre de una montaña, un pontífice intentara ver dónde está Cristo, no tendría qué mirar hacia arriba, al azul impalpable instalado a unos centímetros de su tiara, sino vertiginosamente en sentido contrario, hacia el horizonte de los pueblos maltratados y de los pobres excluidos por un poder arrogante y mezquino. Un poder que envilece de basuras el mundo, que degrada la naturaleza, que propone como fin de la historia el hartazgo del consumidor satisfecho, y que convirtió en mercancías todas las cosas. El proceso ya llega a su plenitud: ya la salud, la educación, el sexo y la plegaria son mercancías; ya parecen domados por el gran Leviatán la política, la rebelión, la ciencia y el arte.
Ya los funcionarios del poder planetario no hablan de cómo combatir el cambio climático sino de cómo adaptarse al cambio climático; los teóricos de economía no advierten que la causa del caos es un orden de prioridades absurdo, donde los seres humanos son el problema y lo que hay que salvar es el modelo financiero; los países están sentados sobre la bomba de tiempo de la locura nuclear, de la banca insaciable, de la democracia secuestrada por la plutocracia; y los medios sirven en el plato raciones crecientes de trivialidad cotidiana y de conformismo.
Todas las religiones del mundo deberían tener algo que aportarle a la esperanza humana, algún desafío que lanzarle a la especie: siquiera el respeto por la divinidad profanada del mundo, siquiera la nostalgia por ideas más dignas acerca de la condición humana.
Las iglesias, perdidas en sus intrigas y sus ambiciones, no pueden ver el abismo hacia el que se encamina un mundo que ya no cree en lo divino y que pronto no creerá en lo humano. Al papa no debería bastarle con abdicar: tendría que desnudarse como Francisco de Asís de las pompas y los oropeles, vestir el talar raído de los peregrinos, e irse a buscar a Dios en los mendigos que callan bajo los puentes, en las madres que lloran a sus hijos muertos en la guerra del príncipe o en la guerra sin nombre de los arrabales.
Cualquiera sabe que Dios no está en un trono. Dios, si existe, tendría que estar donde la humanidad sufre y donde la desesperación amenaza. Y toda iglesia debería encarnar alguna escala de valores, en esta época postnietzscheana en que los mandamientos se rompieron contra el peñasco, y en que ya nadie cree, empezando por los políticos, que haya algo sagrado que respetar en este mundo.
Confundidas por sus guerras internas, sus ambiciones y sus dogmas, las iglesias no advierten que estamos destruyendo el único tesoro que nos fue confiado: las aguas, los bosques, el aire, los alimentos, la idea de comunidad, los afectos, la sed de saber, el amor por la belleza, la inteligencia y la sensibilidad.
Otra noción de lo sagrado tendrá que surgir en el mundo: con más respeto por la tierra y por la vida, con más respeto por los seres humildes y por la naturaleza.
Con Cristo, por primera vez una leyenda religiosa propuso un dios que no venía al mundo a buscar a los príncipes ni a los potentados sino a conversar con la gente humilde. Ese momento en que Cristo escogió como interlocutores y mensajeros a unos hombres sencillos y rudos, en que puso a los pobres a hablar con el Dios y a reconocerlo, hará que Cristo dure más que todos los príncipes que fingen representarlo.

*William Ospina

  • William Ospina | Elespectador.com

Hay una famosa pregunta que hacían los filósofos acerca de la omnipotencia divina: ¿es capaz Dios de hacer una piedra que él mismo no pueda levantar? Todo parece indicar que la respuesta es: sí, la piedra de Pedro, el Vaticano.


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