domingo, 3 de febrero de 2013

Los caminos de hierro de la memoria III

El Espectador/ Opinión|2 Feb 2013 - 11:00 pm

  William Ospina
Por: William Ospina
Nuestro gran desafío desde el comienzo era unir y comunicar el país.

Pero a la extrema diversidad geográfica se añadía la complejidad racial, la opresión de indios y de esclavos, el culto a las metrópolis ilustres y el menosprecio por todo lo local. Esta geografía impuso proezas, sufrimientos y brutalidades. La exploración del territorio, el paso de los ríos y hasta la apertura de caminos exigieron desde el comienzo hazañas heroicas.

Pero también esa diversidad, unida a las odiosas estratificaciones que dejó la colonia, a la disputa por las riquezas del suelo y por el suelo mismo, nos hundió sin cesar en guerras y conflictos. Pocas cosas tan difíciles de seguir y de explicar como la sucesión de las guerras colombianas.

Los caminos, que prometían el progreso, también abrieron paso al conflicto incesante. No es por realismo mágico que García Márquez habla de las 32 guerras del coronel Aureliano Buendía. Mientras llegaba el cultivo del café a las tierras quebradas de Caldas, Colombia vivía la guerra civil de 1851, la del 54, la del 60, la del 76, la del 85 y la del 95. Después, la Guerra de los Mil Días le costó al país 200.000 muertos, el cinco por ciento de su población, que es como si hoy una guerra arrebatara dos millones de vidas.

El Gobierno había confiado al alemán Elbers la navegación por el Magdalena, pero en Honda los raudales impedían que las naves alcanzaran la parte alta del río. Había un tramo que los barcos de gran calado no podían superar, y eso hizo aun más necesarios los ferrocarriles.

Antes del café, la economía giraba alrededor del tabaco. Por primera vez los ingleses abandonaron las minas y pusieron su interés en otro producto. Todavía en Ambalema la casa de los ingleses, que manejó el embarque de tabaco hacia Europa, y la casa donde se prensaban las hojas, esperan su restauración y su nuevo destino.

Los ingleses habían explotado las minas de Marmato y Supía, las minas de Mariquita y Santa Ana. Hijo de un ingeniero irlandés era Diego Fallon, el poeta que descubrió a la Luna en los cañones del Gualí, y que escribió el poema más famoso de Colombia antes de que llegara la música de José Asunción Silva.

Esos británicos traían ya “la mineralogía, la mecánica aplicada, la teoría del calor, la química inorgánica, los métodos geofísicos, el sismógrafo, la ingeniería de vías, los reactivos químicos, la rueda hidráulica, la técnica de amalgamación”. Traían el molino liviano de pistones, el monitor hidráulico, la draga flotante; pasaron del mercurio al cianuro, trajeron la turbina Pelton y la dinamita.

Mientras el país se desangraba en la Guerra, entre 1899 y 1903, que fue también responsable de la pérdida de Panamá, la cosecha de los campesinos cafeteros de Caldas abrió para el país un horizonte nuevo. Pero había un problema.

Nadie sabía cómo sacar esos millones de sacos hacia los puertos: ni siquiera los diez mil bueyes de Letras lograban bajar el café al Valle del Magdalena. Entonces Tomas Miller y sus ingenieros ingleses hicieron una propuesta genial: tender un cable aéreo por aquellos abismos, llevar en vagonetas desde Manizales hasta Mariquita la cosecha cafetera.

En 1912, bajo la dirección del ingeniero australiano James Lindsay, empezaron las obras que parecían imposibles. El tendido de los cables se hizo desde Mariquita, subiendo la cordillera. La guerra del 14 interrumpió por un tiempo los trabajos y se dice que el barco que traía una de las torres principales fue hundido por alemanes en el Atlántico. Ello hizo necesario reemplazar el hierro inglés por troncos de guayacán de las montañas, y en mayo de 1922 un cable aéreo de 72 kilómetros, el más largo del mundo en su tiempo, fue inaugurado en un banquete donde giraba por un gran salón, llevando flores en sus vagonetas, una réplica en miniatura de la obra.

Ese cable convirtió a Manizales en la ciudad más dinámica del país. Todavía era un pueblo grande de casonas de tabla parada y balcones de colores, una imprudente sucesión de casas de madera pegadas una a otra como jamás lo habrían recomendado los ingleses, y con una catedral de cedro, nogal y maderas balsámicas que era orgullo de los piadosos campesinos iniciados en las costumbres urbanas.

En 1925 un incendio consumió 32 manzanas y las llamas alcanzaron a morder la catedral perfumada. Un año después un segundo incendio se llevó otras manzanas y devoró la catedral por completo. La ciudad emprendió su reconstrucción con edificios diseñados por arquitectos notables y se empeñó en alzar una catedral capaz de resistir a dos grandes enemigos: el fuego implacable y los terremotos que desmoronaban los barrios en el abismo.

Necesitaba inventarse un pasado: se aferraba al gótico, al hispanismo, a las filigranas del mundo grecolatino, pero también quería estar a la altura de la modernidad. Un biznieto de aquel Julius Richter que había venido a trabajar en las minas, Danilo Cruz Vélez, discípulo de Heidegger en Friburgo, habría de convertirse en uno de los más importantes filósofos de Colombia.

John Wotard diseñó en 1926 la estación del ferrocarril. La catedral vertiginosa, vaciada en concreto, hecha para desafiar al volcán y al incendio, fue diseñada por Julien Auguste Polti, jefe de monumentos públicos de París, y se convirtió en 1939 en el ápice de aquella ciudad de contrastes, todavía llena de brujas y aparecidos, todavía olorosa a yerbabuena y a musgo, pero que era ya la capital de la primera comarca campesina en Colombia conectada de verdad con el mundo.

*William Ospina
  • William Ospina | Elespectador.com


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