domingo, 5 de agosto de 2012

Memoria y futuro

El Espectador/ Opinión / 4 Ago 2012 - 11:00 pm


Por: William Ospina

¿ES POSIBLE LA RECONSTRUCCIÓN DE un país a través de los oficios, las artes y las técnicas?

Toda enseñanza es un diálogo de la memoria con la creatividad: transmite saberes de la tradición y se abre a la aventura de crear nuevas formas y procedimientos. Es importante pensar en un aprendizaje que vaya más allá del adiestramiento y de la formación de operarios: que transmita técnicas y destrezas pero a la vez nos permita alcanzar una conciencia nueva de nosotros y de nuestro mundo, como individuos y como ciudadanos, que se convierta sin violencia en una reconstrucción de la comunidad.

Uno de los principales problemas de nuestro país es la falta de un saber vinculado a la tierra y a la memoria. Basta ver la antigua red de canales de los zenúes para recordar la admirable ingeniería hidráulica que abandonamos por prejuicios; un sistema que resolvía problemas de irrigación de suelos, nutrición de las terrazas de cultivo, manejo del régimen de las inundaciones y provisión de productos agrícolas para la sociedad.

Si algo valdría la pena emprender hoy, ante la admiración del mundo, sería la reinvención de ese sistema de riego y de cultivo, quinientas mil hectáreas de sabiduría en el manejo de los recursos en la mayor provincia del agua, donde se juntan los dos grandes caudales que corren hacia el norte, a donde fluye el agua que destilan nuestros climas, alterada y enrarecida hoy por nuestra manera de vivir.

Como en un organismo, basta hacer un examen de las aguas que confluyen allí para saber de qué estamos enfermos: qué efectos obran sobre la vida de los ríos y la salud de los habitantes los desechos de millones de hogares, comercios y fábricas, que se vierten al agua desde el Cauca, cruzando el Valle y Antioquia, y desde el Huila, cruzando el Tolima, Caldas, Boyacá, Antioquia, Santander y Bolívar. Ya va siendo hora de aprender a curar a la tierra con el mismo cuidado y diligencia con que curamos nuestros cuerpos.

El país está lleno de sitios de la memoria que requieren ser restaurados y reinterpretados. Pienso, por ejemplo, en la Casa de los Ingleses de Ambalema, que guarda memorias de toda una época de nuestro país. Cualquier funcionario entusiasta podría pensar hoy en convertirla en un centro comercial o en un hotel, pero estaría olvidando que ciertos lugares son cifras complejas de lo que fuimos y de lo que podemos ser.

Hubo una época en que la economía colombiana giraba alrededor del tabaco de las llanuras del Magdalena; las casas de prensado y de distribución del tabaco son también el recuerdo de ese país que se comunicaba con el mundo a través del río, en tiempos en que las selvas de la orilla estaban vivas, en que la fauna silvestre saltaba y cantaba en sus ramas, en que el agua era algo más que energía hidráulica y detritus.

Como la de los individuos, la memoria de un país está hecha de asociaciones y enlaces: no consiste tanto en recuerdos particulares cuanto en la articulación de todos ellos. Para que el país esté vivo realmente necesita que la energía circule por todos sus centros de significación. Y en esa región luminosa, junto al camposanto de Armero, la memoria tiene que aprender por fin, como en todo el país, a ser un diálogo entre el río y los hielos de la montaña, un diálogo de tecnologías entre la tierra fría y la tierra caliente, un pensamiento sobre las relaciones entre economía y cultura, entre el pasado y el presente, entre naturaleza y sociedad.

Reconstruir por todo el país cada casa de la memoria sería reconstruir en nosotros mismos la conciencia perdida, mediante un apasionante diálogo de saberes, artes y oficios. Albañilería, mampostería, carpintería, cantería, artesonado y jardinería, son finalmente tan vitales como hidrografía, orografía, historia de los cultivos y las navegaciones, estudios y procesos ambientales, artes aplicadas, música, literatura, fotografía y cine.

Esas casas y espacios que durante su proceso de reconstrucción pueden ser talleres de trabajo y estudio, para miles de jóvenes, una vez restaurados podrían convertirse a su vez en centros dinamizadores de las regiones, escuelas taller, museos, centros de acogida para estudiantes e investigadores, poderosas atracciones turísticas.

Así se aliarían mediante un enlace físico y virtual la Casa de la Expedición Botánica de Mariquita o el Museo del Río de Honda, a su vez reconstruidos y redefinidos como puntos sensibles de la nación, con los muchos centros de la memoria a lo largo del río, desde San Agustín y Neiva, pasando por Barrancabermeja, Mompox, Magangué y El Banco, hasta el hermoso y vivo Museo del Caribe de Barranquilla, y aún más allá, hasta los últimos lugares donde se recibe, para mal y ojalá para bien, el influjo del río Magdalena: las costas de Jamaica.

Esa reconstrucción mediante la integración de saberes, no sólo permitiría formar excelentes técnicos y profesionales, sino sabios conocedores del territorio y de la memoria compartida, comprometidos con la historia de un país y con sus sueños. La memoria así recuperada, hecha de información y conocimiento, de compromiso con la tierra y diálogo con el entorno, sí podrá convertirse realmente en un lazo de solidaridad entre las comunidades, y espacio para la acción y el disfrute, para la investigación y la imaginación.

Es lo mismo que habría que hacer con la gastronomía, hasta formar una excelente red de restaurantes populares en Colombia; con la hotelería, los muebles, la artesanía: redes de memoria y futuro que rescaten millones de manos y de talentos, no para un mero proyecto productivo, sino para el proyecto de reconstrucción de una nación solidaria y orgullosa de su riqueza.

William Ospina
Elespectador.com


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