10/09/09
RAFAEL ARGULLOL. “El País”, Madrid 07/09/2009 [elpais.com]
En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.
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11/09/09
LA SANGRÍA INTELECTUAL DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA
Por Gonzalo Duque-Escobar
Escribe por estos días en El País de España el filósofo y escritor español Rafael Argullol una nota titulada “Disparad contra la ilustración”, en la que llama la atención sobre el costo social que representa la transformación de la universidad pública a causa de la renovación universitaria: como consecuencia del “desprecio por la vertiente científica y cultural” habla de una “sangría intelectual” en estas instituciones, concebidas para cumplir una misión no confesional y con funciones propias del Estado que anteceden a las del gobierno de turno.
Por lo que ocurre en Colombia, donde aún encontramos quienes preferimos el camino largo y complejo para obtener como recompensa el conocimiento, como alternativa al utilitarismo de la posesión inmediata de la que habla Argullol, compartimos su tesis de que la política de estímulos económicos para la producción científica ha logrado fomentar en las universidades grupos académicos estériles conformados por doctores que se desempeñan a modo de mercenarios, para asegurarse la estabilidad o para producir puntos con consecuencias salariales: publican en revistas de impacto unos artículos que casi nadie lee, y hacen uso de su buen criterio buscando el momento oportuno para ocupar cargos burocráticos. Sobre ellos dice Argullol: “No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa”.
Lamentablemente, la clase dirigente muy preocupada por el crecimiento económico, poco atenta al desarrollo cultural seguirá pensando en la lógica del mercado antes que en las necesidades de un Estado socialmente responsable y ambientalmente sostenible. Y lo peor entonces, es que en un medio en el que la conciencia de la Nación no se ejerce desde la intelectualidad y en el que apenas se reconoce como interesante el humanismo, y donde no se sabe de la función social de los intelectuales y los humanistas y de la importancia del arte, los cambios y transformaciones no podrán dar una respuesta adecuada a las complejas problemáticas de una sociedad afectada por una profunda crisis de valores.
Estamos convencidos de que desde la ciencia sufriremos estas consecuencias, pero mantenemos la convicción de que podremos aportar en la dirección correcta. Y como decía el humanista, investigador y maestro Guillermo Páramo Rocha, Antropólogo, Profesor y ex Rector de la Universidad Nacional de Colombia: "si ésta cultura creó la Universidad y también creó la Empresa, es porque Universidad y Empresa no son la misma cosa".
Desde el OAM, Ed. Circular RAC 532.http://www.manizales.unal.edu.co/oam_manizales/
Imagen: http://www.artgerust.com
viernes, 11 de septiembre de 2009
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