Por: William Ospina
Cuando en otros países se preguntan qué hay detrás de los hechos, están tratando de identificar las causas; cuando se lo preguntan en Colombia, están tratando de encontrar un culpable.
En Brasil, después de años de invertir en la comunidad y de un esfuerzo generoso por disminuir la pobreza, el gobierno de Dilma Rousseff, ante el estallido de las protestas populares que piden profundizar la democracia, ofrece a los manifestantes una constituyente. En Colombia, después de décadas de abandono estatal, de exclusión y de desamparo ciudadano, el gobierno, ante el estallido de las protestas, sólo se pregunta qué demonio está detrás de la inconformidad popular.
¿Hasta cuándo les funcionará a los dueños de este país la estrategia de que cuando la gente reclama y se indigna, cuando estalla de exasperación ante una realidad oprobiosa que nadie puede negar, la causa tiene que ser que hay unos malvados infiltrados poniendo a la gente a marchar y a exigir?
Cuando los voceros tradicionales de nuestro país se preguntan ¿qué hay detrás del Catatumbo?, podemos estar seguros de que no van a descubrir tras esas protestas la injusticia, la miseria y el olvido del Estado. No: detrás ha de estar el terrorismo, algún engendro de maldad y de perversidad empeñado en que el país no funcione.
Quién sabe cuánto tiempo les funcionará la estrategia. Una estrategia muy triste, muy antidemocrática, pero que no es nada nuevo. Uno se asombra de que la dirigencia colombiana tenga esa capacidad escalofriante de no aprender de la experiencia, de repetir ad infinitum una manera de manejar el país para la cual todas las expresiones de inconformidad son siempre sospechosas. Y es posible que haya algún infiltrado, pero una golondrina no borra la noche.
Hace demasiado tiempo que protestar en Colombia es sinónimo de rebeldía, de maldad y de mala intención. Todavía flota en la memoria de la nación esa masacre de las bananeras, que no es una anécdota de nuestra historia sino un símbolo de cómo se manejaron siempre los asuntos ciudadanos.
En toda democracia verdadera, protestar, exigir, marchar por las calles es lo normal: es el modo como la ciudadanía de a pie se hace sentir, reclama sus derechos, muestra su fuerza y su poder. Y en todas partes el deber del Estado es manejar los conflictos y escuchar la voz ciudadana, no echar en ese fuego la leña de la represión al tiempo que se niegan las causas reales.
Pero si un delegado de Naciones Unidas dice una verdad que aquí nadie ignora, que “la población allí asentada reclama al Estado, desde hace décadas, el respeto y la garantía de los derechos a la alimentación adecuada y suficiente, a la salud, a la educación, a la electrificación, al agua potable, al alcantarillado, a vías, y acceso al trabajo digno”, y añade que la muerte de cuatro campesinos “indicaría uso excesivo de la fuerza en contra de los manifestantes”, este Estado, que nunca tiene respuestas inmediatas para la ciudadanía, no tarda un segundo en protestar contra la abominable intromisión en los asuntos internos del país; el Congreso se rasga las vestiduras, las instituciones expresan su preocupación, las fuerzas vivas de la patria se indignan y los medios se alarman.
Nadie pregunta si las Naciones Unidas han dicho la verdad, defendiendo a unos seres humanos que son nuestros conciudadanos, una verdad de la que todo el mundo debería poder hablar, así como nosotros podemos hablar de Obama y de Putin, o de los derechos humanos en China. Para esas fuerzas tan prontas a responder, el funcionario está irrespetando al país. Y el irrespeto que el país comete con sus ciudadanos se va quedando atrás, en la niebla, no provoca tanta indignación.
Así fue siempre. Aquí, en los años sesenta y setenta a los estudiantes que protestaban no les montaban un escándalo mediático: les montaban un consejo verbal de guerra. Todo resultaba subversivo. Las más elementales expresiones de la democracia: lo que en Francia y en México hacen todos los días los ciudadanos, y con menos motivos, aquí justificaba que a un estudiante lo llevaran ante los tribunales militares y lo juzgaran como criminal en un consejo de guerra.
Y los directores de los medios de entonces, que eran padres y tíos de los actuales presidentes y candidatos a la presidencia, no veían atrocidad alguna en la conducta del Estado sino que se preguntaban, como siempre, qué maldad estaría detrás de esos estudiantes diabólicos.
Siempre la misma fórmula. Tal vez por ella se entiende que, hace un par de años, un exvicepresidente de la República, sin duda nostálgico de aquellos tiempos en que el papel de los medios era sólo aplaudir al Estado, se preguntaba ante una manifestación estudiantil pacífica por qué la policía no entraba enseguida a inmovilizar con garrotes eléctricos a esos sediciosos.
Esos son nuestros demócratas: la violencia de un Estado que debería estar para servir a la gente y resolver sus problemas, merece su alabanza; pero el pueblo en las calles, que es el verdadero nombre de la democracia, les parece un crimen. Quizá por eso algunos piensan que ese personaje debería gobernar a Colombia: se parece tanto a nuestra vieja historia, que sería el más indicado para perpetuarla.
Ahora bien: si las verdades las dicen las Naciones Unidas, son unos intervencionistas; si las decimos los colombianos, somos unos subversivos, ¿entonces quién tiene derecho aquí a decir la verdad?
¿Y hasta cuándo tendremos que pedir permiso para decirla?
William Ospina | Elespectador.com
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