Por: William Ospina
Al lado del camino de agua hicieron el camino de hierro. Hacia 1886, un hombre llamado Antonio Acosta estableció en un pequeño puerto llamado La Curva del Conejo, una venta de leña para los vapores que bajaban y subían por el Magdalena.
La destrucción de las selvas había comenzado mucho antes: en típico rebusque colombiano, los vendedores de leña empezaron a potrerizar las orillas, los bosques acabaron en las calderas de los barcos, la tierra que soltaban las raíces se sedimentó en el lecho del río, y fue así como los propios barcos acabaron con la navegación.
Pero por un tiempo el fenómeno le dio prosperidad a aquel poblado, al que llegaron hacia 1904 muchos guerrilleros que había dejado sin oficio el final de la Guerra de los Mil Días. Desde Ambalema, que llenó de humo aromático los pulmones europeos casi un siglo, se estaba tendiendo el ferrocarril que pasaría por Beltrán, San Lorenzo, Mariquita, Honda y Yeguas, hasta llegar a El Conejo, que alguien vislumbraba como gran puerto fluvial del futuro. Y aquellos guerrilleros, cansados de plomo, se aplicaron a otro metal: a tender los rieles del tren en cuyos vagones venía el siglo XX.
Al comienzo, en el mapa, los caminos de hierro eran casi imperceptibles: recomenzaba la lucha con esta naturaleza rebelde. En 1855 ya un ferrocarril, entre Ciudad de Panamá y Colón, había unido el océano Atlántico con el Pacífico. Tímidamente avanzaron las carrileras, como las llamamos en Colombia: de Barranquilla a Sabanilla, de Santa Marta a Ciénaga, de Cartagena a Calamar, de Medellín al Magdalena, de Cúcuta al Táchira, de Medellín a Amagá, de Cali a Buenaventura, de Bogotá a Facatativá, de Bogotá a Girardot, de Girardot a Ibagué con un ramal que seguía para Neiva.
A finales del XIX la iniciativa modernizadora tuvo el respaldo de la administración de Manuel Murillo Toro. A comienzos del XX Rafael Reyes le dio empuje. Y fue Pedro Nel Ospina, ingeniero, quien en 1922, aprovechando la indemnización de 25 millones de dólares que Estados Unidos pagaba por Panamá, intentó la prolongación de aquellos tramos para formar tres grandes troncales ferroviarias: Bogotá-Buenaventura, cuyo principal obstáculo era el paso de Ibagué a Armenia; Pasto-Mompox, que debía pasar por Popayán, Cali, el cañón del Cauca y la Boca de Tocaloa; y la ruta Bogotá-Santa Marta, pasando por Tunja, Sogamoso, el Chicamocha, Bucaramanga y Puerto Wilches.
Cada tramo tenía un desafío: el mayor era la cordillera Central, y en 1914 comenzaron los estudios para unir a Ibagué con Armenia. En 1920 se definió por dónde perforar la cordillera, pasando la depresión de Calarcá, para llegar al Pacífico. Ya habían comenzado los trabajos cuando otra gran depresión, la crisis del año 29, acabó con el proyecto.
Pero así pasó el ferrocarril por Ambalema y recogió las últimas grandes cosechas de tabaco, y así se encontraron en Mariquita las locomotoras de la Dorada Railway Company, con las vagonetas de la Ropeway Branch que bajaban la cosecha cafetera.
Para administrarla, se estableció desde 1905 en Mariquita la Ciudadela Inglesa. Bordeada de canales para controlar inundaciones, era ejemplo notable de la arquitectura de la época. Todavía sobreviven en ruinas, pero con sus estructuras intactas bajo los árboles, la estación del ferrocarril, la estación del cable aéreo, las inmensas bodegas, los talleres, las quintas de ingenieros y la capilla de esa Ciudadela que duró 50 años y que tuvo en su tiempo iglesia anglicana y cementerio inglés.
Un capítulo de nuestra historia parece caerse a pedazos a la sombra de cámbulos y ceibas. Alrededor han construido urbanizaciones, pero de las 42 hectáreas originales queda espacio suficiente para una Ciudadela de la memoria, antes de que sea arrasada por el olvido.
Esos diez mil metros cuadrados de construcciones en peligro nos hablan todavía de gestas asombrosas y promesas frustradas. Tantas cosas se cruzan allí: la ruta de la Expedición Botánica y la memoria de la navegación por el río, la colonización de las selvas centrales, medio siglo de fundaciones, el relato de la Concesión Aranzazu, la saga del café y muchos relatos que marcaron nuestro destino: los diez mil bueyes del Camino de la Moravia, las llanuras del tabaco, las minas de alemanes e ingleses, las ruinas de Santa Ana bajo la luna de Fallon, el tendido de los ferrocarriles, el Cable aéreo que inspiró el de Gamarra a Ocaña y el de Manizales al Chocó, las vagonetas en la niebla del páramo descendiendo hacia la tierra caliente, la edad en que los esfuerzos de nativos, criollos e inmigrantes nos pusieron a las puertas de la modernidad.
Esa historia de hace un siglo cambió la cara de una vasta región y dejó salpicadas de apellidos ingleses a las estirpes criollas de la montaña, pero no sólo es una invitación a recuperar la memoria. La vieja Ciudadela debería convertirse en lugar de visita para viajeros, de trabajo para organizaciones y talleres de creación, en centro de reflexión sobre suelos y pisos térmicos, sobre las relaciones entre los glaciares y el río, sobre clima y transporte, sobre modelos económicos y desafíos ecológicos.
Testimonio visible de una edad del continente, es el espacio ideal de muchas cosas necesarias y urgentes para aprender a habitar con respeto y sabiduría el territorio, como nos lo recuerdan cada día, pocos kilómetros al sur, las ruinas de Armero, arrasada por la desmemoria, la negligencia y la ignorancia.
Porque aquí cada pueblo guarda una historia, cada camino significó una hazaña y cada tecnología dibujó una promesa, pero también cada olvido y cada negligencia labraron para muchos una catástrofe.
* William Ospina
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