El
Espectador. WILLIAM
OSPINA 26 ABR 2014
- 10:00 PM
Cuando García Márquez empezaba a perder la memoria, un diario del continente tituló: “¿Y ahora quién recordará por nosotros?”. Gabo no sólo nos dio toda su memoria personal: la convirtió en un instrumento para nombrar y descifrar su mundo, y, a la cabeza de una generación admirable, cambió para el planeta la idea de América Latina.
Lo que hemos hecho en estos días no es despedir a un
hombre sino saludar a un mito.
Por: William Ospina
Cuando García Márquez empezaba a perder la memoria, un diario del continente tituló: “¿Y ahora quién recordará por nosotros?”. Gabo no sólo nos dio toda su memoria personal: la convirtió en un instrumento para nombrar y descifrar su mundo, y, a la cabeza de una generación admirable, cambió para el planeta la idea de América Latina.
En esa tarea lo habían precedido, entre otros, un nicaragüense: Rubén
Darío; un mexicano: Alfonso Reyes; un chileno: Pablo Neruda; un argentino: Jorge
Luis Borges, y otro mexicano: Juan Rulfo. Habían traído el ritmo, el rigor, el
reconocimiento del territorio, la perplejidad creadora, el pensamiento mágico.
García Márquez aportó la diablura, el colorido, la sensualidad, la exuberancia,
la fiesta de las palabras, y un sentido realista de la fantasía que hizo que los
sueños se parecieran a la vida y podría hacer que la vida se parezca a los
sueños.
Toda felicidad verdadera es colectiva, y la obra de Gabriel García
Márquez es el más feliz de los sueños que hayamos compartido. Pero no sólo nos
hizo sentir a los latinoamericanos habitantes de la misma casa, sino que nos
unió con el mundo.
Habíamos crecido como huéspedes tardíos de la historia, habíamos
llegado tarde al diseño de la civilización, todas las metrópolis se creían con
derecho a disponer de nuestro presente y a dictar nuestro futuro. Esa generación
fue la primera que definitivamente les dijo a aquellos mandarines que ahora
éramos los dueños de nuestro destino y los inventores de nuestros propios
sueños.
Y si algo le añadió García Márquez a ese mosaico de ritmo, de rigor, de
originalidad, de lucidez y de honda humanidad fue una alegría caribeña, una
nitidez de las imágenes, una audacia de la imaginación, un dominio del canto y
una fe en la vida tan elocuente que América Latina se sintió renacer en su voz,
y el mundo entero la vio brotar como una flor desconocida entre las selvas de la
historia, como un polen fecundo para las viejas culturas cansadas, y como una
promesa.
Fue largo el camino para llegar a creer en nosotros: ahora comienza, ya
ha comenzado, el camino, más largo aún, para reinventar la vida en este planeta
en peligro. Después de Borges, después de Rulfo, después de Neruda, después de
García Márquez, ya tendrán que contar con nosotros para el rediseño de la
civilización.
García Márquez no quiso ya ser un hombre de perfil nacional; fue, como
Bolívar, un luchador continental, un hombre del mundo, y un hombre de su época.
Lo saludamos ante todo como un alto creador en el lenguaje, como lo que
principalmente fue, como un poeta, pero nadie quiere olvidar al ser humano
amistoso y mágico, al cantor de las fiestas, al amigo personal de quienes lo
vieron así fuera una sola vez, al amigo personal de todos los que lo leen, al
hombre comprometido con los cambios históricos, con la justicia y con la
generosidad, a un maestro del buen vivir y del buen soñar, que no será jamás
ceniza, porque está en el recuerdo vivo de miles de seres que le trasmitirán su
memoria a las generaciones, y porque está siempre esperándonos en esas páginas
que cambian corazones y que despiertan mundos.
El fervor que queremos en la tierra es el fervor que vive en sus
páginas. También en ellas hay dolor y muerte, guerras y desastres, trenes que
nos traían el progreso y que se alejaron cargados de muertos, pueblos errantes
que llevan la cultura de un lado a otro, gitanos que polinizan el tiempo.
También en ellas está ese coronel cuya carta no llega, el luchador que no tiene
patria que le agradezca, el servidor al que los Estados y las sociedades
olvidan, y barcos que se quedaron atrapados tierra adentro, que no tuvieron mar
para el viaje, y seres que no pudieron escapar a la soledad, pero también gentes
que no se mueren antes de alcanzar el amor, mujeres que centran el mundo,
hombres atados para siempre a los árboles, y guerreros feroces que terminan sus
días haciendo pescaditos de oro.
Rimbaud dijo que había que inventar el amor, y es cierto que al mundo
hay que inventarlo continuamente. Hay quien dice que García Márquez inventó a
América Latina, así como alguien dijo que Hokusai inventó al Japón. El mundo no
es verbal, de modo que nombrarlo es de todas maneras inventarlo, pero una vez
que se lo nombra ya es parte de la memoria de todos.
Él nos invitó a que propusiéramos desde la América Latina “una nueva y
arrasadora utopía de la vida”. El nuestro es el continente donde se dio cita el
mundo. Los humanos tenemos que aprender a respetar este planeta, pero para ello
los poderes tienen que aprender a respetar a la humanidad. Porque no queremos un
mundo en el que estorbe la humanidad.
Alguna vez le dije: “Gabo, a ti ya te leen más que al Espíritu Santo, y
eso es pecado. Dime, ¿cuál es tu secreto?”. Y él me contestó: “La verdad es que
sí tengo un secreto y te lo voy a revelar: todo consiste en impedir que el
lector se despierte”.
Gabo: sigue impidiendo que nos despertemos, y nosotros nos encargaremos
de que tú no dejes de soñar.
* William Ospina
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