https://www.elespectador.com/ 4 jul 2021 - 12:30 a. m.
William Ospina
Una quinta parte de la humanidad, la India, vive de un complejo diálogo con su pasado, y sigue siendo una de las fuentes más profundas de la espiritualidad humana. Otra quinta parte de los seres humanos, la China, parece haberle dicho adiós a su pasado y haberse contagiado irreparablemente de las tendencias de la modernidad occidental: esta idea del progreso como un asunto puramente material, una cuestión de producción industrial, conocimiento científico y transformación tecnológica.
Hace 100 años fue fundado el Partido Comunista de China. Esa cultura tan antigua celebró su alianza con el pensamiento de Occidente a través del marxismo, hijo de Hegel y de Kant, de los poderes transformadores de la razón que engendró la revolución de Descartes, y de la pasión redentorista del cristianismo trasvasada por Hegel en filosofía del espíritu universal.
Hace 72 años, el Partido Comunista, con Mao Zedong a la cabeza, llevó a su triunfo la revolución china, la más exitosa de las revoluciones comunistas. Las potencias europeas habían postrado a China: el imperio británico, que siempre utilizó como instrumentos a piratas y traficantes, traficando con opio había hundido al imperio celeste en la degradación y en la miseria.
Hay que decir con dolor que a comienzos de los años 30 las urbes chinas se habían convertido en conmovedores basureros humanos, y que los grandes episodios de la revolución, la guerra contra los caudillos militares, el conflicto con el Kuomintang, la Larga Marcha que trasladó prácticamente un país en gestación de un extremo a otro del territorio, la tregua con el Kuomintang para expulsar a los invasores japoneses, y la guerra final entre nacionalistas y comunistas que arrojó a Chiang Kaishek y sus tropas a la isla de Taiwán, configuran una de las sagas más multitudinarias y dolorosas del siglo XX.
Así mismo, el triunfo de Mao y de la revolución en 1949 marcó el comienzo de una de las transformaciones más sorprendentes de la historia humana. A pesar de dramas desmesurados y extravíos horrendos como el llamado Gran Salto Adelante, donde murieron de hambre muchos millones de personas, y como la nihilista Revolución Cultural, que pretendió arrancar de raíz no solo las tradiciones milenarias sino las influencias del mundo exterior –aunque el marxismo como teoría política y como proyecto económico era la más exterior de las influencias-, China logró sobrevivir a sus hambres, sus purgas y sus dogmas, y emprender transformaciones pasmosas.
A partir del liderazgo de Deng Xiaoping, China se transformó en un ineluctable capitalismo de Estado y en una sociedad que ha arrebatado a la pobreza 800 millones de personas, que está rediseñando la geopolítica mundial y su red de comunicaciones; va a la vanguardia en la robótica y la inteligencia artificial, pronto dejará atrás a las otras potencias, despliega con la red de infraestructuras de la nueva Ruta de la Seda su influencia sobre el mundo, ha descendido en la cara oculta de la Luna, está construyendo su propia estación espacial y proyecta desembarcar por primera vez humanos en Marte.
Ver cómo crecen las ciudades chinas, cómo se alzan edificios en una noche, cómo cubren el país las autorrutas, los puentes y los túneles, cómo la naturaleza va siendo avasallada por la presencia humana y por su política hegemónica es algo que nos remite a los delirios de la ciencia ficción. También lo es el hemisferio oscuro de todo ese proceso: un partido único de 90 millones de militantes que lo controla todo, un poder absoluto sobre los ciudadanos, la vigilancia tecnológica, la educación férreamente diseñada, y la entronización, fiel a los antiguos patrones de esa cultura, de una suerte de emperador en la persona del jefe de Estado, presidente de la comisión militar y secretario general del Partido, Xi Jinping.
Ya es mucho que en un mundo tan desgarrado y desorientado como el nuestro haya un inmenso país donde las gentes de hoy sienten que viven mejor que sus padres y dicen estar seguros de que sus hijos vivirán mejor que ellos. Pero nadie ignora que bajo los Estados totalitarios y los poderes omnímodos el peligro de la llegada de los césares, de Stalin o de Hitler, siempre está presente.
No es posible callar los peligros de un sistema como el de la República Popular China, y para ello basta como ejemplo la tremenda represión de la Plaza de Tiananmén en 1989, pero tampoco es lícito silenciar sus méritos y sus conquistas. La primera de ellas, que Xi Jinping haya podido decir con convicción esta semana, recordando otras edades, que “el tiempo en que China podía ser pisoteada ha terminado”.
Desde hace 72 años, la isla de Taiwán, frente a las costas de la China continental, es el refugio de los nacionalistas enemigos del comunismo que fueron derrotados por la revolución de 49. La China Popular siempre ha sostenido que Taiwán es parte de su territorio, y llegará el día en que se lance a recuperarla. Hasta ahora Taiwán ha contado con el apoyo de Occidente y en particular de los Estados Unidos, pero los chinos saben esperar, y no es lo mismo la China famélica que derrotó a Chiang Kaishek hace siete décadas que una inminente superpotencia mundial. Cada vez será más evidente que esa isla al oriente es la única barrera que se opone a la hegemonía de la China Popular sobre el Pacífico.
El poder formidable de la economía centralizada, el auge de la industrialización, la potencia tecnológica y el impulso de la urbanización han hecho de China una de las naciones más contaminantes del mundo, una de las que más inciden en el cambio climático. Cuando las demás potencias exigen una responsabilidad compartida, la China siempre argumenta que las naciones occidentales han deteriorado sin obstáculos el medio ambiente durante siglos para modernizar sus economías, y que la China solo ha necesitado 40 años para alcanzarlas y superarlas. Ojalá eso signifique que China es consciente de su peso en la alteración del clima mundial, y que así como necesitó solo cuatro décadas para construir su poderío, tal vez le tome menos tiempo frenar sus aportes al acelerado enrarecimiento del mundo.
También es posible que en los últimos tiempos China haya empezado a recuperar su memoria milenaria y con ella un modelo distinto de relación con el universo natural. Lo cierto es que en manos de una de las naciones más antiguas de la Tierra, de esta Tierra cada vez más amenazada por nuestro saber, por nuestra industria y por los prodigios de nuestra tecnología, bien podrían estar las principales claves del futuro.
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Una quinta parte de la humanidad, la India, vive de un complejo diálogo con su pasado, y sigue siendo una de las fuentes más profundas de la espiritualidad humana. Otra quinta parte de los seres humanos, la China, parece haberle dicho adiós a su pasado y haberse contagiado irreparablemente de las tendencias de la modernidad occidental: esta idea del progreso como un asunto puramente material, una cuestión de producción industrial, conocimiento científico y transformación tecnológica.
Hace 100 años fue fundado el Partido Comunista de China. Esa cultura tan antigua celebró su alianza con el pensamiento de Occidente a través del marxismo, hijo de Hegel y de Kant, de los poderes transformadores de la razón que engendró la revolución de Descartes, y de la pasión redentorista del cristianismo trasvasada por Hegel en filosofía del espíritu universal.
Hace 72 años, el Partido Comunista, con Mao Zedong a la cabeza, llevó a su triunfo la revolución china, la más exitosa de las revoluciones comunistas. Las potencias europeas habían postrado a China: el imperio británico, que siempre utilizó como instrumentos a piratas y traficantes, traficando con opio había hundido al imperio celeste en la degradación y en la miseria.
Hay que decir con dolor que a comienzos de los años 30 las urbes chinas se habían convertido en conmovedores basureros humanos, y que los grandes episodios de la revolución, la guerra contra los caudillos militares, el conflicto con el Kuomintang, la Larga Marcha que trasladó prácticamente un país en gestación de un extremo a otro del territorio, la tregua con el Kuomintang para expulsar a los invasores japoneses, y la guerra final entre nacionalistas y comunistas que arrojó a Chiang Kaishek y sus tropas a la isla de Taiwán, configuran una de las sagas más multitudinarias y dolorosas del siglo XX.
Así mismo, el triunfo de Mao y de la revolución en 1949 marcó el comienzo de una de las transformaciones más sorprendentes de la historia humana. A pesar de dramas desmesurados y extravíos horrendos como el llamado Gran Salto Adelante, donde murieron de hambre muchos millones de personas, y como la nihilista Revolución Cultural, que pretendió arrancar de raíz no solo las tradiciones milenarias sino las influencias del mundo exterior –aunque el marxismo como teoría política y como proyecto económico era la más exterior de las influencias-, China logró sobrevivir a sus hambres, sus purgas y sus dogmas, y emprender transformaciones pasmosas.
A partir del liderazgo de Deng Xiaoping, China se transformó en un ineluctable capitalismo de Estado y en una sociedad que ha arrebatado a la pobreza 800 millones de personas, que está rediseñando la geopolítica mundial y su red de comunicaciones; va a la vanguardia en la robótica y la inteligencia artificial, pronto dejará atrás a las otras potencias, despliega con la red de infraestructuras de la nueva Ruta de la Seda su influencia sobre el mundo, ha descendido en la cara oculta de la Luna, está construyendo su propia estación espacial y proyecta desembarcar por primera vez humanos en Marte.
Ver cómo crecen las ciudades chinas, cómo se alzan edificios en una noche, cómo cubren el país las autorrutas, los puentes y los túneles, cómo la naturaleza va siendo avasallada por la presencia humana y por su política hegemónica es algo que nos remite a los delirios de la ciencia ficción. También lo es el hemisferio oscuro de todo ese proceso: un partido único de 90 millones de militantes que lo controla todo, un poder absoluto sobre los ciudadanos, la vigilancia tecnológica, la educación férreamente diseñada, y la entronización, fiel a los antiguos patrones de esa cultura, de una suerte de emperador en la persona del jefe de Estado, presidente de la comisión militar y secretario general del Partido, Xi Jinping.
Ya es mucho que en un mundo tan desgarrado y desorientado como el nuestro haya un inmenso país donde las gentes de hoy sienten que viven mejor que sus padres y dicen estar seguros de que sus hijos vivirán mejor que ellos. Pero nadie ignora que bajo los Estados totalitarios y los poderes omnímodos el peligro de la llegada de los césares, de Stalin o de Hitler, siempre está presente.
No es posible callar los peligros de un sistema como el de la República Popular China, y para ello basta como ejemplo la tremenda represión de la Plaza de Tiananmén en 1989, pero tampoco es lícito silenciar sus méritos y sus conquistas. La primera de ellas, que Xi Jinping haya podido decir con convicción esta semana, recordando otras edades, que “el tiempo en que China podía ser pisoteada ha terminado”.
Desde hace 72 años, la isla de Taiwán, frente a las costas de la China continental, es el refugio de los nacionalistas enemigos del comunismo que fueron derrotados por la revolución de 49. La China Popular siempre ha sostenido que Taiwán es parte de su territorio, y llegará el día en que se lance a recuperarla. Hasta ahora Taiwán ha contado con el apoyo de Occidente y en particular de los Estados Unidos, pero los chinos saben esperar, y no es lo mismo la China famélica que derrotó a Chiang Kaishek hace siete décadas que una inminente superpotencia mundial. Cada vez será más evidente que esa isla al oriente es la única barrera que se opone a la hegemonía de la China Popular sobre el Pacífico.
El poder formidable de la economía centralizada, el auge de la industrialización, la potencia tecnológica y el impulso de la urbanización han hecho de China una de las naciones más contaminantes del mundo, una de las que más inciden en el cambio climático. Cuando las demás potencias exigen una responsabilidad compartida, la China siempre argumenta que las naciones occidentales han deteriorado sin obstáculos el medio ambiente durante siglos para modernizar sus economías, y que la China solo ha necesitado 40 años para alcanzarlas y superarlas. Ojalá eso signifique que China es consciente de su peso en la alteración del clima mundial, y que así como necesitó solo cuatro décadas para construir su poderío, tal vez le tome menos tiempo frenar sus aportes al acelerado enrarecimiento del mundo.
También es posible que en los últimos tiempos China haya empezado a recuperar su memoria milenaria y con ella un modelo distinto de relación con el universo natural. Lo cierto es que en manos de una de las naciones más antiguas de la Tierra, de esta Tierra cada vez más amenazada por nuestro saber, por nuestra industria y por los prodigios de nuestra tecnología, bien podrían estar las principales claves del futuro.
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